Los recientes resultados de las elecciones canadienses y escocesas están provocando comentarios variopintos en los medios de comunicación. Sobre todo en lo referente a Québec y, en concreto, a los resultados del Bloc Québécois dentro del conjunto del Estado canadiense y a los del SNP en Escocia. Cada cual intenta acarrear el agua a su molino. El unitarismo hispano resalta el fracaso del soberanismo québécois. El tibio posibilismo de los autonomistas de la CAV hace hincapié en que el triunfo de Salmond en Escocia no se debe a su inequívoco posicionamiento soberanista sino a una buena gestión económica de la autonomía. Desde perspectivas partidarias del acceso a un Estado propio en Cataluña se resalta su compromiso a convocar un referendo para determinar en esta legislatura el estatus deseado por los escoceses en su relación con el Reino Unido, mientras se relativiza el resultado de Québec. Y así sucesivamente.
Pocos son los que, además de reflexionar sobre los diversos resultados electorales de Canadá y Escocia, tratan de analizar la estructura real de poder de los estados de los que las dos naciones, Québec (Canadá) y Escocia (Reino Unido), forman parte. Tampoco de las respectivas culturas políticas de ambos. Prácticamente desde el comienzo de la baja Edad Media en el continente europeo se desarrollaron dos modelos de estructura de poder y de su correspondiente cultura política. Uno de ellos se manifestó en un eje que se podría denominar predemocrático, que comprende Gran Bretaña, Flandes, Norte del actual estado italiano, Cataluña y Navarra, caracterizado por un equilibrio entre los diversos poderes y con un sistema pactista como vía de afrontar los problemas internos. El otro, cuyo paradigma es Francia y de la que Castilla primero y España después fueron sucesivas y aprovechadas discípulas, desarrolló progresivamente el absolutismo monárquico para llegar al totalitarismo contemporáneo.
El primer modelo permitió, y permite hoy en día, desarrollar, aunque no sin conflicto, expresiones de la diferencia y de la variedad social, lingüística, cultural y religiosa, y llegó a situaciones de equilibrio democrático. Entretanto, en el segundo la disidencia fue, y sigue siendo, perseguida y aniquilada. El modelo británico fue el exportado al norte de América y posibilitó el desarrollo de sistemas políticos como el de Estados Unidos y el de Canadá. El segundo, básicamente el hispano, fue el hegemónico en el sur y centro del continente americano, incluyendo a México a pesar de ser, desde el punto de vista geográfico, parte de su norte.
Las secuelas de ambas formas de estructurar el poder político, las culturas políticas respectivas y sus herencias americanas se manifiestan con claridad en los dos conflictos políticos antes citados, en relación con los estados de los que forman parte. Las diferencias con las realidades catalana o vasca, divididas e integradas por fuerza entre los dos estados paradigma del absolutismo monárquico primero y del totalitarismo contemporáneo después, son evidentes. No sirve extraer conclusiones de unos casos para aplicarlas mecánicamente a los otros. Tampoco se pueden analizar las situaciones de Québec o Escocia con los parámetros derivados de la ocupación franco-española. Escocia y Québec requieren sendos análisis específicos, contextualizados y tranquilos.
Nosotros nos movemos en unas coordenadas completamente distintas de las de Escocia y Québec. La nuestra es una realidad aparte. Es todo lo contrario de lo que debe ser un Estado de Derecho: el imperio de la ley. Es evidente que en el Estado español no existe la famosa división de poderes con paternidad atribuida a Montesquieu. Son el ejecutivo y sus fuerzas militares, policiales y de intoxicación, quienes imponen su ley. Corresponde al reino de la arbitrariedad y de la corrupción. Es, en resumen, un modelo de Estado totalitario.
Detenciones, tortura y cárceles son sus medios cotidianos de comportamiento. La intoxicación informativa aliña la salsa correspondiente. Para que no quede elemento fuera de su control, cierran a su gusto medios de comunicación (Egunkaria, Egin…), ilegalizan partidos, asociaciones etc. Todo eso, sí, de modo preventivo. Incluso han inventado el concepto de “contaminación política”, que se extiende y ramifica a personas y grupos a través de familiares, amigos o vecinos. Todo son trampas, de manera que ellos ganan siempre.
La trampa más simple se encuentra en la base de su propia estructura política, que es el unitarismo de su Estado, la base constituyente de todo su proceso político: la soberanía del pueblo español, del que, obviamente, y querámoslo o no, formamos parte obligada. Esta premisa originaria implica la inexistencia política de Navarra o Cataluña. En su sistema no existen tales entidades políticas, si no es como “partes” de ese todo que es España. En ese no reconocimiento, imperialismo, radica su base antidemocrática fundamental. Brilla por su ausencia, por lo tanto, cualquier atisbo de cultura democrática.
Cuando las situaciones son tan alejadas, los análisis y las actuaciones políticas deben también ser distintos y acordes con las mismas. No podemos mirarnos tan sencillamente en los espejos québécois o escocés; es necesario que planteemos las alternativas y soluciones desde nuestra realidad concreta, aunque el objetivo, el Estado propio, sea el mismo.
1 comentario:
Exactamente.
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