Con este título cerró Samuel Beckett en 1953 la trilogía que constituye una de sus obras más importantes (“El innombrable”, junto con “Mohillo” y “Malone muere”). En el caso de la invención de Beckett, lo que no se puede nombrar es un algo que existe, piensa y reflexiona, pero que no tiene forma o, si la tiene, es indefinida, aunque es capaz de hablar consigo mismo. Aquí, con el mismo título, vamos a intentar una aproximación a una fábula distinta; a una ficción que podría tomar forma concreta, a una quimera que en sí misma ni piensa ni reflexiona, pero sobre la que algunos intereses tangibles y próximos piensan, especulan y manipulan.
Podemos hablar sobre un supuesto lugar situado en la costa de un mar en el que otrora se avistaban, y posteriormente se cazaban, ballenas. La ubicación de sus acantilados lo facilitaba. Su altura sobre el mar y la ausencia de edificaciones importantes los hacía bellos, pero también estratégicos. Militares ocupantes utilizaban parte de sus tierras desde bastante tiempo atrás como campo para sus ejercicios bélicos. Tras sus acantilados se ocultaba la desembocadura de un pequeño río que al transformarse en ría a la proximidad del mar, fue convertido, gracias a la laboriosidad de la sociedad que habitaba su entorno, en un puerto de primera magnitud, por supuesto también ficticio.
Estos hipotéticos lugares, incluido el puerto, formaban parte de una imaginada nación que había sido independiente, pero que fue despojada de su ilusorio Estado y sometida a unos aparentes poderes extranjeros que consiguieron subordinarla y trocearla en artificiosos territorios cuyas identidades particulares fueron atizadas para lograr enfrentarlas entre sí, mientras su conjunto aceptaban dócilmente la sumisión al benevolente Estado que la había conquistado.
El ficticio pueblo conquistado tenía una fuerte personalidad y una cultura social y política consistente. Su sociedad había logrado un buen nivel de desarrollo económico, del que un ejemplo era el propio puerto que se encontraba protegido por los estratégicos acantilados. Pero había otros muchos ejemplos de su etérea actividad. Concretamente, en el mundo de los puertos de mar tenía otros dos en sus proximidades, en la misma figurada nación, bien equipados y dispuestos a prestar los servicios necesarios para competir eficazmente en la prodigiosa y utópica época en la que sucedían los hechos narrados.
Además de su sumisión a unos estrictos intereses extranjeros, la imaginada nación había generado una prodigiosa casta de constructores que habían hecho del ladrillo y el cemento su medio principal de amasar fabulosas riquezas. En ese fantástico mundo y en la legendaria nación de la que hablamos había sucedido un fenómeno que los fatuos expertos de la época llamaban crisis. Fenómeno que afectó de forma importante a la portentosa casta constructora.
La asombrosa casta comenzó a hacer rumiar su magín y encontró lo que los alquimistas medievales hubieran llamado sin dudar su piedra filosofal. “Vamos a edificar un puerto de dimensiones colosales” se dijeron, discípulos de los antiguos judíos que narra el Génesis (11,4), “para seguir enriqueciéndonos”. Y definieron un plan en el que se horadaría el monte innominado, desde el interior hacia el mar y bajo los acantilados que antes avistaron ballenas y barcos, amigos y enemigos, y se construiría un enorme “puerto exterior”. No les importaba el servicio que su proyecto pudiera reportar al pueblo que vivía en aquella imaginada nación. Tampoco se plantearon si la fantástica obra que planeaban construir era necesaria, ni los destrozos paisajísticos y ecológicos, esos sí reales, que pudiera a acarrear, ni los costes sociales, también tangibles y ciertos, que posiblemente produjera sobre la sociedad concreta que albergaban aquellos viejos (desde el punto de vista geológico) acantilados y el antiguo (desde el histórico) puerto. Sólo les preocupaba su insaciable voracidad de cemento y ladrillo y su sed de enriquecimiento. Recordaban al viejo Marx, cuando decía proféticamente: “¡acumulad, acumulad, he ahí la ley y los profetas!”
¿Todo lo narrado es pura invención, simple fábula? ¿O sencillamente innombrable? El tabú tampoco se puede mencionar, ni tocar. Y de eso hablamos.
Notas
1.- Si alguien a estas alturas alguien sigue sin aclararse de qué estoy hablando, puede consultar mi blog en el que con el título de “Una piedra en el camino” aparece un texto muy explícito. Fue enviado, sin éxito de publicación, a los periódicos que normalmente se publican en el figurado territorio en el que se encuentran los acantilados imaginarios y el puerto ficticio. ¡Qué poca imaginación tienen nuestros periódicos!
2.- De la prensa del domingo 20 de marzo de 2011: Diario Vasco, Noticias de Gipuzkoa
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