26 octubre 2009

IDENTIDAD

Hace poco tiempo leí un artículo de Rafael Xambó en un libro colectivo sobre “País Valencià, segle XXI” (Valencia 2009) en el que afirma: “La identidad es el relato que contamos a los demás sobre quienes somos, qué hemos hecho, qué nos mueve y que esperanzas nos animan a seguir”. No creo que sea del todo acertado el enfoque de Xambó, ya que se ciñe, principalmente, a características subjetivas, mientras que deja de lado todo lo que ha sido capaz de provocar en el individuo ese relato y esperanzas. Y ahí es donde radica realmente el busilis de la identidad.

Hay muchos que consideran la identidad como un conjunto de elementos yuxtapuestos en los que hay factores sociales e individuales, pero de los que se puede ir prescindiendo parcialmente sin atentar contra su núcleo. Piensan que pueden ir eliminando elementos sucesivos, como si fueran capas de una cebolla, para quedarse con lo básico, con el cogollo. Creo que de la cebolla se pueden seguir quitando capas, una tras otra, hasta quedarse sin nada, sin cebolla. La cebolla, como la identidad, no tiene núcleo. Aun cediendo al símil cebollino, la sucesiva eliminación de capas no equivale a la mayor o menor importancia de las mismas en la definición de identidad. En cada individuo y en cada sociedad el orden e importancia de las capas será específico y diferente del resto.

En mi opinión, la miga del asunto consiste en que tienen que estar todas, ya que, además, están tan adheridas entre sí, que si eliminamos una podemos arrancar jirones de otra, de modo que, al final, ambas quedarán inservibles. La identidad no se forma como suma de elementos disjuntos sino que constituye una totalidad de características dependientes unas de otras y que en su conjunto, en su suma y en sus interrelaciones, determinan la cultura social y política, la forma de ser y de estar en el mundo, de cada sociedad concreta, y de cada individuo dentro de ellas.


Cultura e individuo

Existe un modelo de intelectual que afirma sin ruborizarse cosas semejantes a “…yo consideraba que lo único existente era la persona individual, concreta…”. Ahora que prácticamente todas las expresiones del conocimiento humano, comenzando por lo que tradicionalmente se han considerado como “ciencias”, se manejan mediante el concepto de sistema, pretender seguir manteniendo la figura monadista para presentar a los humanos parece ciertamente fuera de lugar.

Se manifiesta como una perspectiva realizada desde el materialismo vulgar, desde el reduccionismo. Las realidades, sobre todo las biológicas y sociales, no se pueden reducir al análisis de las partes perceptibles por los sentidos humanos, aun empleando la potencia de los microscopios electrónicos u otros instrumentos. Hace ya mucho tiempo que sabemos que “el todo” es mucho más que “el conjunto de sus partes”. Las relaciones que se establecen entre ellas marcan el aspecto, tal vez, más importante de la realidad y que, además, se percibe sólo indirectamente y dentro de la totalidad en funcionamiento.

Un individuo aislado sólo puede supervivir, y no muy bien, cuando ya es adulto y posee unos medios, materiales o inmateriales, para ejercer su relación con la naturaleza en la que hipotéticamente tendría que sobrevivir. Si fuera infante, o simplemente joven, no tendría posibilidades de hacerlo. Robinson Crusoe ya era mayorcito cuando llegó a su isla, en la que sobrevivió gracias, precisamente, a su socialización previa. Mowgli creo que no existió nunca, ni que habría podido existir.

En este sentido, el ser humano, la persona, es un ente único e irrepetible pero no dado para siempre. Es, más bien, algo en construcción permanente en la que interviene su genoma (recibido de sus progenitores) y también todo el conjunto social en el que se desarrolla. Cuanto más joven es un individuo, más coerción inconsciente ejercen sus próximos (familia, escuela, medios de comunicación etc.) sobre él. A todo eso que la persona recibe, primero de modo inconsciente y de modo cada vez más consciente y crítico, y a la que a su vez aporta, ya madura, se denomina cultura.


Lengua

La lengua es un atributo específico del Homo sapiens que está vinculado a su estructura biológica a través del proceso de selección natural. El aparato fonador es una de las partes, con el cerebro, las manos, etc., que completa la hominización. La lengua no es un elemento cultural más, es el que soporta todos los demás. Es la herramienta que permite la socialización y el trabajo, la transformación del medio y la creación intelectual. La comprensión y explicación de la realidad y la actividad sobre la misma pasan siempre a través de la lengua.

No voy a entrar en la discusión de los románticos alemanes, como Herder, de que cada lengua constituye algo que nos estructura mentalmente y nos permite tener distintas visiones del mundo, según la que poseamos como materna. No creo que sea un elemento determinante hasta tal punto, pero de lo que no cabe ninguna duda es que cada lengua constituye un modo diferente de percibir el mundo. Esta apreciación no es captable fácilmente por quienes circunscriben sus conocimientos lingüísticos al ámbito indoeuropeo, ya que todas sus variantes tienen estructuras bastante homólogas. Nuestra lengua, la nuestra sí, nos permite un modo distinto del que nos brinda el modelo indoeuropeo de concebir los fenómenos naturales o las relaciones sociales. Ni mejor ni peor, simplemente diferente. Quién lo desconoce se lo pierde. La lengua no determina la forma de ver la realidad, pero hace que se perciba con matices distintos; lo que contribuye también a moldear una identidad.

No obstante, según lo afirmado al comienzo de este trabajo, el factor lingüístico tampoco puede considerarse aislado. Quienes, en Euskal Herria, toman la lengua como base prácticamente exclusiva de la identidad propia, pienso que incurren en otro tipo de simplificación que conforma un nuevo e importante error. Los que afirman que “mi lengua es mi patria”, no se percatan de que si ese idioma no tiene una población que lo utilice en el ámbito de un territorio determinado y con unas funciones sociales concretas, es algo destinado a la minoración, al empobrecimiento, a la dialectización, a la sustitución por las lenguas de las sociedades próximas dominantes, ésas sí con dominio territorial, y abocado a la extinción.

La extensión y uso de una lengua no se produce por fenómenos casuales, sino por estrictos condicionantes sociales y políticos, por las realidades de poder. Por eso afirmar que alguien habla y escribe “en lengua española por casualidad” produce asombro. Me recuerda al chiste de aquel bilbaíno que decía que Jesucristo fue tonto por haber nacido en Belén pudiendo haber nacido en Bilbao. Evidentemente cada quien podía haber nacido en cualquier otro sitio, pero sería otro “quien”. El que ha nacido donde ha nacido, en Iruñea-Pamplona, en Zugarramurdi, en Alesbes-Villafranca de Navarra o en Xelajú-Quetzaltenango, puede hablar una lengua o varias (español, euskera, maya quiché o maya cakchiquel), puede tener como materna una u otra según el entorno familiar; pero esa situación no es producto de la casualidad sino de contingencias sociales y políticas.

Cuando una lengua ha sido minorada y sufre un proceso, evidentemente no casual, de regresión, ¿quién establece los criterios de “ciudadanos vascos de primera y ciudadanos vascos de segunda”? Es evidente que quien controla los resortes de educación y propaganda, que aquí y ahora son los estados constituidos y que, además, intentan imponer su monolingüismo a cualquier precio. Si hay “ciudadanos vascos de segunda” serán, obviamente, los monolingües en euskera. Pero los “innombrables” ya se han encargado de que no existan.


Cultura

Quienes afirman, precipitadamente en mi opinión, que “la cultura no nos hace ni mejores ni peores personas”, creo que incurren en una concepción reduccionista de cultura. En un sentido estricto la afirmación es cierta, pero pienso que hay que matizarla mucho. Voy a plantear un ejemplo: un elemento muy importante de nuestra cultura (ya sé que hablar aquí de “cultura” puede parecer una petición de principio, pero el nudo gordiano se corta, no hay otra) tradicional es el trabajo en auzolan. Evidentemente, su práctica no va a impedir que quienes quieran aprovecharse del trabajo de los demás, de los subsidios gubernamentales o de la caridad pública lo hagan, pero se lo va a poner mucho más difícil.

En ese sentido existe la cultura como elemento socializador con unos atributos muy determinados y que en unas sociedades se expresa de una manera y en otras de modo distinto. Cuando la cultura social adquiere rango político, es decir cuando los poderes públicos la adoptan como propia, origina una influencia tremenda a la hora de constituir las personalidades individuales. Por eso, quienes afirman que “para tener cultura no hace falta… tener un Estado o unos Fueros…” incurren en el mismo tipo de reduccionismo. Restringir la cultura a los meros conocimiento, bien sean científicos, técnicos o éticos o, incluso artísticos y su valoración correspondiente, supone una importante castración de su concepto. Sin duda todos son elementos culturales, pero ellos solos, por sí mismos, no conforman una cultura.


Territorio

Otro elemento identitario muy importante es el territorial. La inmensa mayoría de las personas viven de una forma más o menos estable, aunque puedan ser estabilidades sucesivas, en un territorio concreto. La territorialidad es un elemento fundamental en la configuración de la identidad de cualquier pueblo, sociedad o nación.

El territorio es el marco en el que se desarrolla cada sociedad y las relaciones ecológicas globales entre los seres vivos que lo habitan y las estructuras del terreno; tanto desde el punto de vista morfológico como climático. Los territorios con mar y montañas, los que son llanos o se ven surcados por ríos y lagos, presentan sociedades con características diferentes. Lo mismo sucede con los que gozan de un clima húmedo y suave o los que padecen climas extremos. No se puede caer en un determinismo geográfico o climático, pero tampoco debe minusvalorarse la influencia que ejercen ambos factores sobre la cultura y organización de los pueblos.

Principalmente, el territorio es el país. Las sociedades no sólo mantienen una estrecha relación con su territorio, sino que experimentan un permanente flujo de recreación y simbiosis con el mismo. El trozo de tierra sobre el que se asienta permanentemente un grupo humano conforma muchos aspectos de su organización social, básicamente del trabajo y la propiedad, pero, a su vez, la propia organización social construye el paisaje y ordena el territorio. Ambas están en perpetua modificación recíproca y no existe una sociedad estable sin territorio. El paisaje es esa síntesis de población y territorio que lo hace habitable y permite el desarrollo social.

El territorio permite la ordenación de la sociedad y su administración. Posibilita la existencia práctica de una organización política, más tarde se llamará Estado, que constituye la concreción del poder de pueblo para permitir su supervivencia y garantizar que lo haga concertadamente. Sirve para ordenar sus propios recursos, sus bienes, de manera que pueda optimizar el trabajo sobre los mismos, transformarlos, obtener resultados aceptables socialmente y redistribuirlos más o menos equitativamente. Permite, también, defender su sociedad de agresiones externas.

En este sentido es interesante reflexionar sobre el caso judío. Los judíos se han autoconsiderado durante largos siglos como un “pueblo” exiliado, una sociedad en la diáspora. En unos casos habrán sufrido más que en otros por tal situación, pero nunca lograron una normalidad política. Su aspiración máxima era, lógicamente, la consecución de su propio territorio, una tierra donde construir un Estado normal y corriente y al que acudir para habitarlo y poder formar una sociedad al uso. Una vez conseguida la tierra, lo primero que hicieron fue normalizar una lengua. No voy a entrar ni en los orígenes de su construcción ni en los resultados alcanzados por el Estado de Israel, una vez constituido, sino simplemente constatar la necesidad del territorio para desarrollar cualquier sociedad normalizada, por lo menos en nuestro entorno geopolítico.


Organización social y política

Cuando una sociedad se ha dotado de los instrumentos para poder vivir con normalidad en el contexto de otros pueblos, como fue el caso de Navarra, y ve su territorio conquistado, su lengua, cultura e instituciones perseguidas y sustituidas, lo habitual es que busque sistemas de autodefensa, militares en primer lugar, pero también de otro tipo, refugiándose en los instrumentos que le ofrece su propia cultura. Es sangrante afirmar que “los vascos siguen una guerra contra los españoles…” cuando la realidad es precisamente la contraria: los vascos hemos sufrido guerras, conquistas y ocupaciones. ¿Quién comenzó y sigue aún la guerra?

Hoy en día todos los estados constituidos, y que ejercen como tales en nuestro entorno, tienen cada vez más clara la necesidad de reivindicar, incluso reinventar, su propia identidad como un factor básico de cohesión social. Los problemas derivados de la globalización y de las migraciones provocadas como consecuencia del dominio y control de “occidente” sobre los países llamados del tercer o cuarto mundos, han reforzado y acelerado un proceso que se inició cuando el Estado nación comenzó a ejercer su fuerza para nacionalizar las sociedades bajo su dominio, es decir el siglo XIX.

Las naciones subordinadas que aspiran a tener su puesto en el concierto internacional como sujeto político, con nombre y apellidos, con voz y voto, deben (debemos) tener claro que el acceso a un Estado propio es condición indispensable para lograrlo. Al mismo tiempo, la capacidad de forzar a los “innombrables” estados dominantes, español y francés en nuestro caso para que no haya dudas, exige una cohesión social muy fuerte. Para lograrla es imprescindible tener clara la constitución de cada identidad particular, de conocer e interpretar la propia historia y patrimonio en general.

Una lengua sin territorio, sin cultura social y política, sin la organización fundamental que ya se ha dicho, el Estado, constituye un elemento minorizado que podrá sobrevivir unos cuantos años, cada vez menos, pero que tiene un destino marcado indefectiblemente: la extinción. Además, una lengua, con todo lo importante que pueda ser como marca de identidad y de forma de ser, ver y actuar en el mundo, fuera de un contexto social y político queda arrumbada y sin sentido, como cualquier otro atributo identitario que se desgaje del conjunto.

El esfuerzo es enorme pues exige una labor que normalmente viene dada “gratis” (vía impuestos, obviamente) desde los estados constituidos, a través de sus sistemas educativos, de sus medios de comunicación, etc., mientras que en nuestro caso y otros semejantes, como el de Cataluña por ejemplo, los estados ejercen con eficacia esa función, sí, pero a favor de su propia identidad y en contra de la nuestra. En cualquier caso, si aspiramos a ser libres, es necesario llevarlo a cabo.

No obstante, lo anterior tampoco es suficiente. La labor de reconstrucción identitaria es un punto de partida que puede permitir a la sociedad la toma de conciencia de su realidad, tergiversada cuando no totalmente negada. Esa toma de conciencia debería conducir a realzar su autoestima. A partir de ahí debe entrar en juego una acción política capaz de canalizar la fuerza social necesaria para conseguir el objetivo que es capaz de garantizarle una supervivencia sin sobresaltos, una existencia en la que sus elementos básicos no estén permanentemente puestos en cuestión y a expensas, por ejemplo, de unas sentencias judiciales arbitrarias o de unas elecciones controladas y manipuladas, ambas, por la metrópoli de turno.


Conclusión

Se puede afirmar que la clarificación de la identidad propia, en su sentido pleno, es elemento básico para la persistencia de cualquier pueblo en el mundo actual y, mucho más aún para una sociedad sometida. Además, constituye el factor fundamental para plantear con posibilidades de éxito la lucha por su emancipación. Sin soberanía no hay democracia y una sociedad subordinada no puede ser democrática. Lo peor que puede suceder a una sociedad sometida es que llegue a considerarse “minoría” dentro de la “mayoría” de la dominante.

El camino es, en teoría, sencillo: identidad, autoestima, emancipación y soberanía, resumida en el logro del Estado propio, el de Navarra en nuestro caso. Este podrá ser, a su vez, el garante eficaz del desarrollo de una identidad sin sobresaltos, en una sociedad democrática. En la práctica, se prevé costoso y erizado de dificultades, con unos adversarios muy fuertes y expertos en dominaciones y expolios. Es mucho lo que nos jugamos: el propio ser colectivo y, por lo mismo, el de cada persona en su plenitud. Merece la pena el esfuerzo.

En resumen, todos los elementos que constituyen la identidad son societarios y transcienden al individuo, aunque se manifiesten y expresen a través del mismo y precisan para su consecución de un poder político propio, llámese Estado o como se quiera, pero siempre semejante al que disfrutan los vecinos “normales”.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Siguiendo el hilo de este interesante escrito me permito proponer su contraste con dos autores que tratan la problemática de la identidad desde dos puntos de vista distintos y complementarios. Por un lado me parece excepcional la propuesta de trabajo para la regeneración europea de Michel Leiberich, en su escrito “Llengua, cultura, nació: els Països Catalans i l’Estat-nació”, que puede consultarse en http://centenari.iec.cat/Textos/LeiberichM_CatalaSXXDef.pdf , y por otro está el debate entre globalización e identidad que han generado autores de primerísima fila como son Thomas Friedman y Manuel Castells, el estado del cual puede consultarse en el artículo de Xavier Peytibi Carbonel, “Globalització Vs. Identitat: Els processos identitaris en la societat informacional”, que puede consultarse en http://www.cibersociedad.net / textos / articulo.php?art=107.

La naturaleza compleja de la Identidad personal, de las historias heredadas y de su impacto en nuestro ser, fue objeto de estudio por Maurice Halbwachs de una forma parecida a la expuesta al inicio del artículo objeto de este comentario, y a partir de este autor y Èmile Durkheim, Serge Moscovici y sus seguidores han elaborado una interesante disciplina sociológica, conocida como la Teoría de las Representaciones Sociales, que bien pudiera proveernos de instrumentos eficaces para la acción cultural de regeneración de las identidades dañadas que debemos acometer.

A mi entender el excelente trabajo de Leiberich, excelente porqué nos propone como resultado de su investigación unos objetivos muy ambiciosos que deben significar un avance substancial en el camino de la construcción europea, peca quizá de catalanocentrismo, es decir traslada quizá excesivamente la responsabilidad del futuro de Europa a una Nación que tiene sus pequeños méritos y enormes fragilidades, y sin duda ya cuando la ofrece como piedra de toque único de un proceso que extrapolado debería acercarnos a la Utopía de la Paz Perpetua. Se olvida no sólo de las otras naciones ibéricas, objeto de alguna referencia marginal en el escrito, sino también de otras realidades europeas dañadas por los nacionalismos de Estado, cuando desde Perpinyà concluye: “La idea dels Països catalans no és només un objectiu català, sinó una qüestió fonamental per al futur de l’Europa: serà la nova Europa en concordança amb l’esperit “éclairé” i democràtic o romandrà enfangada en les pitjors derives antidemocràtiques dels dos segles passats? És doncs un projecte històricament emancipador.”

Y por esta razón, la necesidad de comprender que el proceso histórico emancipador se desarrolla ya en un mundo global, y que por tanto resulta amputado en su fuerza y hasta cierto punto contradictorio limitarlo a una sola Nación, las reflexiones e instrumentos propuestos por Castells y Friedman y sus seguidores, deben incorporarse igualmente al conjunto de políticas culturales que superen definitivamente las jerarquías nacionales e identitarias, los vacíos históricos, los relatos fraudulentos, las prácticas territoriales darwinistas y las violencias propias de los imperios.
A.M.G.