26 octubre 2009

IDENTIDAD

Hace poco tiempo leí un artículo de Rafael Xambó en un libro colectivo sobre “País Valencià, segle XXI” (Valencia 2009) en el que afirma: “La identidad es el relato que contamos a los demás sobre quienes somos, qué hemos hecho, qué nos mueve y que esperanzas nos animan a seguir”. No creo que sea del todo acertado el enfoque de Xambó, ya que se ciñe, principalmente, a características subjetivas, mientras que deja de lado todo lo que ha sido capaz de provocar en el individuo ese relato y esperanzas. Y ahí es donde radica realmente el busilis de la identidad.

Hay muchos que consideran la identidad como un conjunto de elementos yuxtapuestos en los que hay factores sociales e individuales, pero de los que se puede ir prescindiendo parcialmente sin atentar contra su núcleo. Piensan que pueden ir eliminando elementos sucesivos, como si fueran capas de una cebolla, para quedarse con lo básico, con el cogollo. Creo que de la cebolla se pueden seguir quitando capas, una tras otra, hasta quedarse sin nada, sin cebolla. La cebolla, como la identidad, no tiene núcleo. Aun cediendo al símil cebollino, la sucesiva eliminación de capas no equivale a la mayor o menor importancia de las mismas en la definición de identidad. En cada individuo y en cada sociedad el orden e importancia de las capas será específico y diferente del resto.

En mi opinión, la miga del asunto consiste en que tienen que estar todas, ya que, además, están tan adheridas entre sí, que si eliminamos una podemos arrancar jirones de otra, de modo que, al final, ambas quedarán inservibles. La identidad no se forma como suma de elementos disjuntos sino que constituye una totalidad de características dependientes unas de otras y que en su conjunto, en su suma y en sus interrelaciones, determinan la cultura social y política, la forma de ser y de estar en el mundo, de cada sociedad concreta, y de cada individuo dentro de ellas.


Cultura e individuo

Existe un modelo de intelectual que afirma sin ruborizarse cosas semejantes a “…yo consideraba que lo único existente era la persona individual, concreta…”. Ahora que prácticamente todas las expresiones del conocimiento humano, comenzando por lo que tradicionalmente se han considerado como “ciencias”, se manejan mediante el concepto de sistema, pretender seguir manteniendo la figura monadista para presentar a los humanos parece ciertamente fuera de lugar.

Se manifiesta como una perspectiva realizada desde el materialismo vulgar, desde el reduccionismo. Las realidades, sobre todo las biológicas y sociales, no se pueden reducir al análisis de las partes perceptibles por los sentidos humanos, aun empleando la potencia de los microscopios electrónicos u otros instrumentos. Hace ya mucho tiempo que sabemos que “el todo” es mucho más que “el conjunto de sus partes”. Las relaciones que se establecen entre ellas marcan el aspecto, tal vez, más importante de la realidad y que, además, se percibe sólo indirectamente y dentro de la totalidad en funcionamiento.

Un individuo aislado sólo puede supervivir, y no muy bien, cuando ya es adulto y posee unos medios, materiales o inmateriales, para ejercer su relación con la naturaleza en la que hipotéticamente tendría que sobrevivir. Si fuera infante, o simplemente joven, no tendría posibilidades de hacerlo. Robinson Crusoe ya era mayorcito cuando llegó a su isla, en la que sobrevivió gracias, precisamente, a su socialización previa. Mowgli creo que no existió nunca, ni que habría podido existir.

En este sentido, el ser humano, la persona, es un ente único e irrepetible pero no dado para siempre. Es, más bien, algo en construcción permanente en la que interviene su genoma (recibido de sus progenitores) y también todo el conjunto social en el que se desarrolla. Cuanto más joven es un individuo, más coerción inconsciente ejercen sus próximos (familia, escuela, medios de comunicación etc.) sobre él. A todo eso que la persona recibe, primero de modo inconsciente y de modo cada vez más consciente y crítico, y a la que a su vez aporta, ya madura, se denomina cultura.


Lengua

La lengua es un atributo específico del Homo sapiens que está vinculado a su estructura biológica a través del proceso de selección natural. El aparato fonador es una de las partes, con el cerebro, las manos, etc., que completa la hominización. La lengua no es un elemento cultural más, es el que soporta todos los demás. Es la herramienta que permite la socialización y el trabajo, la transformación del medio y la creación intelectual. La comprensión y explicación de la realidad y la actividad sobre la misma pasan siempre a través de la lengua.

No voy a entrar en la discusión de los románticos alemanes, como Herder, de que cada lengua constituye algo que nos estructura mentalmente y nos permite tener distintas visiones del mundo, según la que poseamos como materna. No creo que sea un elemento determinante hasta tal punto, pero de lo que no cabe ninguna duda es que cada lengua constituye un modo diferente de percibir el mundo. Esta apreciación no es captable fácilmente por quienes circunscriben sus conocimientos lingüísticos al ámbito indoeuropeo, ya que todas sus variantes tienen estructuras bastante homólogas. Nuestra lengua, la nuestra sí, nos permite un modo distinto del que nos brinda el modelo indoeuropeo de concebir los fenómenos naturales o las relaciones sociales. Ni mejor ni peor, simplemente diferente. Quién lo desconoce se lo pierde. La lengua no determina la forma de ver la realidad, pero hace que se perciba con matices distintos; lo que contribuye también a moldear una identidad.

No obstante, según lo afirmado al comienzo de este trabajo, el factor lingüístico tampoco puede considerarse aislado. Quienes, en Euskal Herria, toman la lengua como base prácticamente exclusiva de la identidad propia, pienso que incurren en otro tipo de simplificación que conforma un nuevo e importante error. Los que afirman que “mi lengua es mi patria”, no se percatan de que si ese idioma no tiene una población que lo utilice en el ámbito de un territorio determinado y con unas funciones sociales concretas, es algo destinado a la minoración, al empobrecimiento, a la dialectización, a la sustitución por las lenguas de las sociedades próximas dominantes, ésas sí con dominio territorial, y abocado a la extinción.

La extensión y uso de una lengua no se produce por fenómenos casuales, sino por estrictos condicionantes sociales y políticos, por las realidades de poder. Por eso afirmar que alguien habla y escribe “en lengua española por casualidad” produce asombro. Me recuerda al chiste de aquel bilbaíno que decía que Jesucristo fue tonto por haber nacido en Belén pudiendo haber nacido en Bilbao. Evidentemente cada quien podía haber nacido en cualquier otro sitio, pero sería otro “quien”. El que ha nacido donde ha nacido, en Iruñea-Pamplona, en Zugarramurdi, en Alesbes-Villafranca de Navarra o en Xelajú-Quetzaltenango, puede hablar una lengua o varias (español, euskera, maya quiché o maya cakchiquel), puede tener como materna una u otra según el entorno familiar; pero esa situación no es producto de la casualidad sino de contingencias sociales y políticas.

Cuando una lengua ha sido minorada y sufre un proceso, evidentemente no casual, de regresión, ¿quién establece los criterios de “ciudadanos vascos de primera y ciudadanos vascos de segunda”? Es evidente que quien controla los resortes de educación y propaganda, que aquí y ahora son los estados constituidos y que, además, intentan imponer su monolingüismo a cualquier precio. Si hay “ciudadanos vascos de segunda” serán, obviamente, los monolingües en euskera. Pero los “innombrables” ya se han encargado de que no existan.


Cultura

Quienes afirman, precipitadamente en mi opinión, que “la cultura no nos hace ni mejores ni peores personas”, creo que incurren en una concepción reduccionista de cultura. En un sentido estricto la afirmación es cierta, pero pienso que hay que matizarla mucho. Voy a plantear un ejemplo: un elemento muy importante de nuestra cultura (ya sé que hablar aquí de “cultura” puede parecer una petición de principio, pero el nudo gordiano se corta, no hay otra) tradicional es el trabajo en auzolan. Evidentemente, su práctica no va a impedir que quienes quieran aprovecharse del trabajo de los demás, de los subsidios gubernamentales o de la caridad pública lo hagan, pero se lo va a poner mucho más difícil.

En ese sentido existe la cultura como elemento socializador con unos atributos muy determinados y que en unas sociedades se expresa de una manera y en otras de modo distinto. Cuando la cultura social adquiere rango político, es decir cuando los poderes públicos la adoptan como propia, origina una influencia tremenda a la hora de constituir las personalidades individuales. Por eso, quienes afirman que “para tener cultura no hace falta… tener un Estado o unos Fueros…” incurren en el mismo tipo de reduccionismo. Restringir la cultura a los meros conocimiento, bien sean científicos, técnicos o éticos o, incluso artísticos y su valoración correspondiente, supone una importante castración de su concepto. Sin duda todos son elementos culturales, pero ellos solos, por sí mismos, no conforman una cultura.


Territorio

Otro elemento identitario muy importante es el territorial. La inmensa mayoría de las personas viven de una forma más o menos estable, aunque puedan ser estabilidades sucesivas, en un territorio concreto. La territorialidad es un elemento fundamental en la configuración de la identidad de cualquier pueblo, sociedad o nación.

El territorio es el marco en el que se desarrolla cada sociedad y las relaciones ecológicas globales entre los seres vivos que lo habitan y las estructuras del terreno; tanto desde el punto de vista morfológico como climático. Los territorios con mar y montañas, los que son llanos o se ven surcados por ríos y lagos, presentan sociedades con características diferentes. Lo mismo sucede con los que gozan de un clima húmedo y suave o los que padecen climas extremos. No se puede caer en un determinismo geográfico o climático, pero tampoco debe minusvalorarse la influencia que ejercen ambos factores sobre la cultura y organización de los pueblos.

Principalmente, el territorio es el país. Las sociedades no sólo mantienen una estrecha relación con su territorio, sino que experimentan un permanente flujo de recreación y simbiosis con el mismo. El trozo de tierra sobre el que se asienta permanentemente un grupo humano conforma muchos aspectos de su organización social, básicamente del trabajo y la propiedad, pero, a su vez, la propia organización social construye el paisaje y ordena el territorio. Ambas están en perpetua modificación recíproca y no existe una sociedad estable sin territorio. El paisaje es esa síntesis de población y territorio que lo hace habitable y permite el desarrollo social.

El territorio permite la ordenación de la sociedad y su administración. Posibilita la existencia práctica de una organización política, más tarde se llamará Estado, que constituye la concreción del poder de pueblo para permitir su supervivencia y garantizar que lo haga concertadamente. Sirve para ordenar sus propios recursos, sus bienes, de manera que pueda optimizar el trabajo sobre los mismos, transformarlos, obtener resultados aceptables socialmente y redistribuirlos más o menos equitativamente. Permite, también, defender su sociedad de agresiones externas.

En este sentido es interesante reflexionar sobre el caso judío. Los judíos se han autoconsiderado durante largos siglos como un “pueblo” exiliado, una sociedad en la diáspora. En unos casos habrán sufrido más que en otros por tal situación, pero nunca lograron una normalidad política. Su aspiración máxima era, lógicamente, la consecución de su propio territorio, una tierra donde construir un Estado normal y corriente y al que acudir para habitarlo y poder formar una sociedad al uso. Una vez conseguida la tierra, lo primero que hicieron fue normalizar una lengua. No voy a entrar ni en los orígenes de su construcción ni en los resultados alcanzados por el Estado de Israel, una vez constituido, sino simplemente constatar la necesidad del territorio para desarrollar cualquier sociedad normalizada, por lo menos en nuestro entorno geopolítico.


Organización social y política

Cuando una sociedad se ha dotado de los instrumentos para poder vivir con normalidad en el contexto de otros pueblos, como fue el caso de Navarra, y ve su territorio conquistado, su lengua, cultura e instituciones perseguidas y sustituidas, lo habitual es que busque sistemas de autodefensa, militares en primer lugar, pero también de otro tipo, refugiándose en los instrumentos que le ofrece su propia cultura. Es sangrante afirmar que “los vascos siguen una guerra contra los españoles…” cuando la realidad es precisamente la contraria: los vascos hemos sufrido guerras, conquistas y ocupaciones. ¿Quién comenzó y sigue aún la guerra?

Hoy en día todos los estados constituidos, y que ejercen como tales en nuestro entorno, tienen cada vez más clara la necesidad de reivindicar, incluso reinventar, su propia identidad como un factor básico de cohesión social. Los problemas derivados de la globalización y de las migraciones provocadas como consecuencia del dominio y control de “occidente” sobre los países llamados del tercer o cuarto mundos, han reforzado y acelerado un proceso que se inició cuando el Estado nación comenzó a ejercer su fuerza para nacionalizar las sociedades bajo su dominio, es decir el siglo XIX.

Las naciones subordinadas que aspiran a tener su puesto en el concierto internacional como sujeto político, con nombre y apellidos, con voz y voto, deben (debemos) tener claro que el acceso a un Estado propio es condición indispensable para lograrlo. Al mismo tiempo, la capacidad de forzar a los “innombrables” estados dominantes, español y francés en nuestro caso para que no haya dudas, exige una cohesión social muy fuerte. Para lograrla es imprescindible tener clara la constitución de cada identidad particular, de conocer e interpretar la propia historia y patrimonio en general.

Una lengua sin territorio, sin cultura social y política, sin la organización fundamental que ya se ha dicho, el Estado, constituye un elemento minorizado que podrá sobrevivir unos cuantos años, cada vez menos, pero que tiene un destino marcado indefectiblemente: la extinción. Además, una lengua, con todo lo importante que pueda ser como marca de identidad y de forma de ser, ver y actuar en el mundo, fuera de un contexto social y político queda arrumbada y sin sentido, como cualquier otro atributo identitario que se desgaje del conjunto.

El esfuerzo es enorme pues exige una labor que normalmente viene dada “gratis” (vía impuestos, obviamente) desde los estados constituidos, a través de sus sistemas educativos, de sus medios de comunicación, etc., mientras que en nuestro caso y otros semejantes, como el de Cataluña por ejemplo, los estados ejercen con eficacia esa función, sí, pero a favor de su propia identidad y en contra de la nuestra. En cualquier caso, si aspiramos a ser libres, es necesario llevarlo a cabo.

No obstante, lo anterior tampoco es suficiente. La labor de reconstrucción identitaria es un punto de partida que puede permitir a la sociedad la toma de conciencia de su realidad, tergiversada cuando no totalmente negada. Esa toma de conciencia debería conducir a realzar su autoestima. A partir de ahí debe entrar en juego una acción política capaz de canalizar la fuerza social necesaria para conseguir el objetivo que es capaz de garantizarle una supervivencia sin sobresaltos, una existencia en la que sus elementos básicos no estén permanentemente puestos en cuestión y a expensas, por ejemplo, de unas sentencias judiciales arbitrarias o de unas elecciones controladas y manipuladas, ambas, por la metrópoli de turno.


Conclusión

Se puede afirmar que la clarificación de la identidad propia, en su sentido pleno, es elemento básico para la persistencia de cualquier pueblo en el mundo actual y, mucho más aún para una sociedad sometida. Además, constituye el factor fundamental para plantear con posibilidades de éxito la lucha por su emancipación. Sin soberanía no hay democracia y una sociedad subordinada no puede ser democrática. Lo peor que puede suceder a una sociedad sometida es que llegue a considerarse “minoría” dentro de la “mayoría” de la dominante.

El camino es, en teoría, sencillo: identidad, autoestima, emancipación y soberanía, resumida en el logro del Estado propio, el de Navarra en nuestro caso. Este podrá ser, a su vez, el garante eficaz del desarrollo de una identidad sin sobresaltos, en una sociedad democrática. En la práctica, se prevé costoso y erizado de dificultades, con unos adversarios muy fuertes y expertos en dominaciones y expolios. Es mucho lo que nos jugamos: el propio ser colectivo y, por lo mismo, el de cada persona en su plenitud. Merece la pena el esfuerzo.

En resumen, todos los elementos que constituyen la identidad son societarios y transcienden al individuo, aunque se manifiesten y expresen a través del mismo y precisan para su consecución de un poder político propio, llámese Estado o como se quiera, pero siempre semejante al que disfrutan los vecinos “normales”.

23 octubre 2009

25 DE OCTUBRE

El artículo 1º de la “Ley de 25 de octubre de 1839 confirmando los fueros de las provincias Vascongadas y Navarra”, según el texto original que da título a la misma, dice textualmente:

“Se confirman los fueros de las provincias Vascongadas y Navarra, sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía.”

Toda la reivindicación política tanto del carlismo vasco posterior a esa fecha como del nacionalismo de Arana Goiri y de la práctica totalidad de nuestro pueblo en su época, tuvo como eje, precisamente, la derogación de esta Ley.

¿Por qué?

En primer lugar, porque esa expresión “sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía” encierra precisamente lo que es el acta de defunción del sistema foral vasco. Si algo lo caracterizó fue, justamente, el hincapié en el hecho político vasconavarro como previo a la monarquía española y no sujeto a ninguna “unidad constitucional” externa, sobre todo por la sumisión que suponía a la “soberanía” de una realidad política extraña o, dicho en términos modernos, a una nación extranjera.

Los recuerdos, lejanos muchas veces, de etapas pasadas con conquistas, ocupaciones, persecuciones lingüísticas y culturales, suplantaciones institucionales y agravios en general persistían en la memoria colectiva. Habían pasado épocas en las que, mal que bien y tras haber logrado un precario estatu quo de convivencia con la monarquía española, la agresión al sistema foral había alcanzado las cotas intolerables que llevaron a una larga y dura guerra desde 1831 a 1839.

El canto del cisne de esta reivindicación aconteció hace aproximadamente noventa años. La Asamblea de municipios navarros reunida en Iruñea-Pamplona en diciembre de 1918 tenía como objetivo concreto la exigencia de derogación de la citada Ley de 1839 y sus consecuencias (leyes de "modificación de fueros" de 1841 para Navarra y de 1876 para las provincias Vascongadas) y la vuelta a la situación que se denominaba como de “foralidad plena”. Esta asamblea fue reventada por el topo, agente español, Víctor Pradera, quien logró enredar la discusión hasta el punto que lo que parecía, en su comienzo, un acuerdo fácil de alcanzar culminó en un desorden total y sin entendimiento de ningún tipo.

La coyuntura internacional en la que se convocó la Asamblea era favorable para las demandas nacionales. En 1918 comenzó Irlanda su guerra por la independencia contra Inglaterra. En el mismo año el presidente Wilson de Estados Unidos proclamó sus famosos catorce puntos para la paz, de los que el quinto decía:

“Reajuste, absolutamente imparcial, de las reclamaciones coloniales, de tal manera que los intereses de los pueblos merezcan igual consideración que las aspiraciones de los gobiernos, cuyo fundamento habrá de ser determinado, es decir, el derecho a la autodeterminación de los pueblos.”

Y sus puntos 11, 12 y 13:

“Evacuación de Rumania, Serbia y Montenegro, concesión de un acceso al mar a Serbia y arreglo de las relaciones entre los estados balcánicos de acuerdo con sus sentimientos y el principio de nacionalidad.”

“Seguridad de desarrollo autónomo de las nacionalidades no turcas del Imperio otomano, y el Estrecho de los Dardanelos libres para toda clase de barcos.”

“Declarar a Polonia como un estado independiente, que además tenga acceso al mar.”

Todos ellos basados en lo que internacionalmente se conoció, desde aproximadamente 1850, como “principio de las nacionalidades”.

Esta derrota de la reivindicación vasconavarra fue seguida, años después y en otro registro, por el importante acuerdo logrado en la Asamblea de municipios Vascos celebrada en Lizarra-Estella en 1931 y concretada en la aprobación del Estatuto de Autonomía elaborado por Eusko Ikaskuntza (Sociedad de Estudios Vascos) para todo el País Vasco sudpirenaico. Sus avatares posteriores en el régimen de la Segunda República española y la guerra de 1936 y los de la posterior etapa franquista son de sobra conocidos.

La Constitución española de 1978 derogó efectivamente Ley de 1839, pero la sustituyó por una sumisión más férrea todavía al sistema unitario, en el cual se definió la “soberanía” como residente en el conjunto del “pueblo español”, del cual la parte sur de nuestro país formaba parte obligatoria e indiscutible. De esa constitución emanaron los estatutos de autonomía: el de la Comunidad Autónoma de País Vasco y el la de la Comunidad Foral de Navarra mediante la Ley Orgánica de Amejoramiento Foral que encubrió en realidad un estatuto vergonzante al que se le privó de la posibilidad de refrendo popular.

La aprobación del estatuto de Gernika de 1979 se hizo coincidir, ¿casualmente?, con la fecha de la Ley de 1839. A una fecha de derrota bélica y sumisión se añadió otra semejante de asimilación y subordinación.

¿Qué tenemos que “celebrar” los vascos el 25 de octubre?


PD.

Este artículo surgió de una charla informal con mi buen amigo Eugenio Arzubialde, a quien se lo dedico con todo mi afecto.

21 octubre 2009

CATALANES Y VASCOS

Desde mucho tiempo atrás, entre Vasconia y los Países Catalanes se manifiesta una especie de “juego de espejos”. Desde un país hacia el otro se producen un conjunto de idealizaciones, basadas en aspectos distintos y probablemente complementarios, que hacen ver al “otro” como el modelo a seguir.

Estas idealizaciones hay que es percibirlas desde dos punto de vista. El primero está ligado al ámbito del pensamiento, a la reflexión intelectual, mientras que el segundo está vinculado a la capacidad que presenta, por lo menos en potencia, cada una de nuestras sociedades respectivas.

En el primer asunto, opino que la ventaja se manifiesta, por goleada, a favor de Cataluña. En el segundo, por el contrario, es casi seguro que somos nosotros quienes llevamos la delantera. De ahí proviene, posiblemente, la ambivalencia citada y que se traduce en exageradas muestras de admiración recíproca, sin un detenido análisis o reflexión sobre las diferencias entre ambas sociedades y los efectos que provocan en su actividad social y política cotidiana.

Desde el punto de vista intelectual, de la producción de un pensamiento democrático, acorde con la realidad presente de Europa y del mundo, y capaz de dar respuesta firme a los problemas planteados en este momento a nuestras respectivas sociedades, Cataluña presenta un panorama vivo, con creatividad y debate profundos y serios. Hay una larga lista de “pensadores” que no vale la pena citar exhaustivamente, sobre todo por aquéllo de los agravios comparativos, pero de los que no puedo olvidar a Salvador Cardús como sociólogo y analista certero ni a Víctor Alexandre, periodista y escritor, además de amigo, comprometido e insobornable. La polémica sobre la necesidad de un Estado propio es permanente en cualquier medio de comunicación catalán, desde los periódicos de gran tirada y con intereses no precisamente catalanistas, como La Vanguardia, hasta personas corrientes, simples blogueros, pasando por el resto de medios, impresos o digitales, de mayor o menor difusión.

Nuestra situación, desde este punto de vista, resulta bastante penosa. Los medios de comunicación vascos producen una sensación de extravío total. Lo que aparece escrito en su práctica totalidad, impreso o en la red y en la mayoría de los blogs, es una respuesta espontánea e inmediata a la agresión con la que cotidianamente nos provocan los servidores del Estado español. Apenas se percibe en ellos la reflexión que podría conducir al análisis serio de la situación real y de las acciones a plantear a favor de la recuperación de nuestro Estado propio, Navarra. Ambas, reflexión y perspectivas de acción, pienso que no deberían ser, ni exclusiva ni tan siquiera principalmente, reactivas a dichas provocaciones.

En Vasconia no existe un debate, ni profundo ni superficial, sobre el reto de las sociedades subordinadas, sin Estado propio, en la Europa actual y sobre la necesidad de su logro para acceder a un estatus democrático y normal. Entre nosotros el único debate se centra en un espacio limitado en el que aflora la afectividad, el simbolismo y, sobre todo, la inmediatez, el corto plazo; pero no la cruda la realidad política y sus ineludibles necesidades. Quitan 100 fotos de presos y se intentan poner 200, siendo como son quienes las quitan muchos más y todos dedicados a eso en exclusiva. Cierran medios, ilegalizan partidos, detienen arbitraria e injustamente a personas y, sin embargo, la reacción es la protesta inmediata, pero no una reflexión profunda sobre el embrollo en el que estamos metidos y las posibles vías, la estrategia, para salir del mismo.

En el ámbito de la capacidad social, da la sensación de una mayor fortaleza en nuestro caso sobre la de Cataluña. Esta energía no procede principalmente de su importancia numérica que, en proporción con el total de habitantes será real, sino, sobre todo, del entramado y cohesión social manifiestos cotidianamente. En este aspecto, parece que llevamos ventaja a Cataluña; lo que produce una cierta envidia por su parte. Pero esta fuerza tiene bastante de fuegos artificiales, mucho ruido y mucha luz, pero poca efectividad capaz de estructurar una política de emancipación nacional con fundamento. Tal fuerza corre el riesgo de languidecer poco a poco para terminar desapareciendo si no se produce su cualificación, basada en el necesario debate democrático y en la suficiente racionalización de las posiciones sociales como para ser calificadas de políticas.

Las vías que ofrecen, por un lado, quienes se amparan en la vigente organización de partidos, sometida a la antidemocrática estructura del Estado español y la de quienes siguen apostando por la (nula) capacidad de coacción de una organización que se afirma como “armada”, por otro, son caminos cerrados y sin posibilidad de apertura a no ser que se propicien, desde la propia sociedad civil, profundos cambios ideológicos, organizativos y, opino, también de personas.

15 octubre 2009

PEQUEÑO PATRIMONIO INDUSTRIAL


Pequeño en cuanto a su tamaño y formato, pero muy rico en cuanto a su valor histórico, sentimental y estético. Se trata de una obra no habitual, por lo menos en nuestro entorno. Muchas veces se han realizado libros sobre el patrimonio, tanto material como inmaterial, con texto e imágenes. En escasas ocasiones el asunto del trabajo se centraba exclusivamente sobre el Patrimonio Industrial. Rizando el rizo, esta obra se refiere a un aspecto muy especial del patrimonio industrial. Consiste en descubrirlo desde su perspectiva gráfica, seguir su evolución, en el tiempo y en el espacio, a partir de esos elementos “fósiles” que han permanecido tras el desmantelamiento de minas, fábricas y otras factorías que centraron el paisaje industrial de nuestro país. Se trata, principalmente, de cartas, facturas y folletos de propaganda que nos han dejado. Su ámbito geográfico se circunscribe, como expresa su título, a Vasconia, al País Vasconavarro

Humberto Astibia Aierra (Iruñea, 1955), gran amigo y compañero de tantos buenos ratos si, pero también de debates y discusiones en defensa de nuestro patrimonio y de su recuperación y adecuación a los tiempos actuales, ha construido una obra preciosa. Me he permitido la licencia, no merecida por un trabajo que en realidad es grande, de emplear la palabra “pequeño” en el título de este comentario. El calificativo se refiere evidentemente a que los materiales sobre los que Astibia ha trabajado son diminutos en comparación con la grandiosidad de la mayor parte de los elementos que representaban. Como ya he indicado antes, son cartas, facturas y folletos principalmente, frente a fábricas, ingenios productores de energía u otras grandes estructuras de la Era industrial. He afirmado que Humberto ha “construido” un libro y eso es porque además de escribirlo, que es como habitualmente se hacen, ha desarrollado una inmensa labor de campo; un paciente y largo trabajo recolector de los materiales que han dado base a esta original obra y conforman su contenido.

Humberto Astibia es Doctor en Ciencias Biológicas y Catedrático de Paleontología en la Facultad de Ciencia y Tecnología de la Universidad del País Vasco en Bilbao, donde siempre ha combinado la docencia con la investigación de campo. De muchos años atrás le viene su interés por aclarar y lograr una actualización del concepto de patrimonio y de su consideración como el “activo” de una sociedad. El patrimonio “fosilizado”, como algo muerto, muchas veces descontextualizado, cuando no destruido, es presa de cualquier tipo de interés. En unas ocasiones es el interés privado, como es el caso de las empresas constructoras si se trata, por ejemplo, del acceso al terreno ocupado por determinado patrimonio material. En otras es el llamado interés “público” el que suele influir sobre ambos tipos de patrimonio. Esta situación se produce, principalmente, cuando en situaciones como la nuestra, quienes tienen el poder y, por lo mismo, controlan la interpretación de la historia y del valor que tales bienes suponen, son unos estados cuyo interés histórico demostrado ha sido la sumisión a sus respectivas sociedades nacionales del grupo poseedor de tales elementos patrimoniales con una perspectiva unitarista. Una cristalización de todas estas inquietudes fue la magnífica síntesis que Humberto Astibia presentó en Haria (2006, número 13) con el título “Trece o más consideraciones sobre el Patrimonio”.

Poco a poco Astibia fue hallando, al modo de los fósiles del Cretácico en suelos, canteras o cualquier tipo de yacimientos, recuerdos impresos de una época que hacía escasos años había sido de enorme vitalidad y generado gran riqueza para nuestro país, pero que iba desapareciendo vertiginosamente. Los fue encontrando entre vendedores de libros viejos, chamarileros o simplemente traperos y chatarreros. Su numerosa colección fue adoptando una forma en la mente del científico que indudablemente es, ya predispuesto además a otorgar el valor que cualquier sociedad debe reconocer a su patrimonio, el industrial en este caso.

No puedo expresar sino mi admiración por una persona como Humberto Astibia que ha logrado con algo aparentemente tan humilde y pequeño, con unos “pobres” papeles impresos, reconstruir parte importante de la trayectoria que siguió nuestra sociedad en una etapa tan compleja y problemática como fue la transcurrida entre mediados del siglo XIX y la feroz, aunque necesaria, reconversión de los años ochenta del siglo XX.

Una inteligente y sensible introducción de Xabier Morrás, junto con un afectuoso prólogo de Konrado Mugertza, abren una obra en la que es difícil decidir qué valorar más, si el texto en sí, de muy amena lectura, las imágenes obtenidas, seleccionadas y muy bien reproducidas o la explicación de su contexto mediante unos espléndidos comentarios. Tal vez su conjunto, unido a una hermosa edición por parte de la BBK, nos ofrecen las claves de una obra didáctica, amena y de bella factura.

Me ha extrañado la aparición en el título de la denominación de Era industrial “vasco-navarra”, así escrito, con guión. El uso normal en nuestro entorno, sobre todo desde finales del siglo XIX, pienso que ha sido el de País “vasconavarro”, sin guión. Su utilización puede dar lugar al equívoco de percibir ambas partes (“vasco” y “navarro”) como dos realidades distintas, en lugar de considerarlo como una manera complementaria de designar una sola: el mismo país, la misma tierra y las mismas gentes, tal y como el autor expresa claramente a lo largo del texto comentado.

Reseña bibliográfica

“Paisajes de papel y patrimonio de la Era industrial vasco-navarra”
Humberto Astibia Aierra
Bilbao 2009
Editado por BBK. Colección “Bizkaiko gaiak - Temas Vizcaínos”

12 octubre 2009

¿QUÉ BANDERA?

Según noticias recientes, ante los problemas surgidos al “Alacrana”, buque pesquero de Bermeo asaltado y retenido por lo que llaman “piratas” somalíes, parece que, tras la negativa del Ministerio español del Ejército de proporcionar militares españoles como protección, los armadores de varios pesqueros vascos han decidido poner sus barcos bajo bandera de las islas Scheyselles. Afirman que es la única posibilidad de lograr embarcar efectivos (para)militares (no españoles, obviamente) para su defensa frente a ataques “piratas”.

Se debería comenzar por reflexionar sobre quién ejerce realmente la piratería en aguas del océano Índico. ¿Bajo qué condiciones pesca atún la flota que faena? ¿Qué cantidad de pesca tiene permitida? ¿Por quién? ¿Es, tal vez, una lucha de “todos contra todos” por llevarse la máxima cantidad en el mínimo tiempo, aunque se destruyan la reservas de los caladeros? ¿Está regulado este tipo de pesca, aunque sea en aguas “internacionales”, por algún convenio o acuerdo? Si lo hubiera, ¿quiénes han suscrito el mismo?

Tras estas consideraciones, principales y de base, se puede pasar a las consecuencias. Existen, está claro, lo que los medios de comunicación normales a nuestro alcance denominan como “piratas”. Ante ellos es necesaria, parece, una defensa armada. Los franceses la ofrecen, con su armada, a quienes faenan bajo su bandera, sean vascos, bretones o de cualquier otro de “sus” territorios. Los españoles, a pesar de las súplicas de Pnv y Pp “vascos”, se niegan a brindarla según palabras de su ministra del Ejército, Chacón.

Conclusión: algunos pesqueros vascos faenarán bajo la bandera de las islas Scheyselles, bandera que permite, según parece, embarcar exmilitares o paramilitares dependientes de empresas de seguridad privadas para efectuar labores de disuasión con respecto a los denominados como “piratas”. Seamos serios y aceptemos de una vez nuestra presencia en el mundo: como vascos no desempeñamos ningún papel, la nuestra es una posición subordinada e integrada en los estados español y francés, que desde tanto tiempo nos ocupan y dominan, por si alguien no se había dado cuenta todavía.

En primer lugar, con un Estado propio seríamos sujeto en el orden político mundial, sin depender de españoles y franceses, y podríamos negociar nuestras cuotas pesqueras (con mayor o menor éxito, dependiendo de nuestra capacidad, claro está) en los diversos caladeros que ofrece hoy en día el mundo. No seríamos “piratas pesqueros”, mercenarios de españoles y franceses como somos ahora.

Y, en segundo, no necesitaríamos poner nuestros barcos bajo una tercera bandera, sino bajo la nuestra propia que, con todo el aparato diplomático y negociador necesario para defender nuestros intereses solidarios con el resto de pueblos del planeta, nos permitiría ejercer una pesca razonable sin recurrir a ejércitos extranjeros e invasores ni a mercenarios, también extraños.

Una vez más percibimos con claridad que los problemas a los que se enfrenta nuestra sociedad encontrarían una solución más sencilla, inmediata y efectiva, y más democrática por supuesto, recuperando nuestro Estado histórico, Navarra, mejor capacitado para garantizar nuestros intereses en el mundo que quienes tradicionalmente se han mostrado como nuestros enemigos.