La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos,
hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados. Al menos
así la interpretaba la versión más dicharachera del marxismo, la de Groucho
Marx. En efecto, la polémica en torno al estudio sobre Navarra y el euskera, de
Eusko Ikaskuntza, parece ajustarse grotescamente a esta fórmula. Al dedillo.
Lamentablemente, diríamos, porque lo que pretende presentarse como estudio
científico está contaminado, preñado de conceptos, etiquetas y prejuicios
políticos.
El primero, según su propia explicación-justificación (“Hablemos
de Navarra y su ciudadanía”, Deia, Noticias de Gipuzkoa y Noticias de Navarra 19-22.07.23) lo encontramos en la difuminación
del objeto de estudio. “¿Dónde queda la navarridad?”, dice el texto de forma
literal. Esta pérdida de referente se traduce en la definición de la
investigación en términos de una supuesta “disputa nacional en Navarra entre
los nacionalismos vasco y español”. ¿Navarra no existe? ¿Hablamos de un ente
imaginario, sin voz propia? ¿No ha existido históricamente un sujeto político
con dimensión institucional, que durante siglos ha dado cohesión, defensa,
cultura, vida económica y social, a una población, sobre un territorio? ¿No
queda nada de eso?
Parece que no, a juzgar por las interpretaciones y los
presupuestos metodológicos que emplean los ‘científicos’ de EI. Y como sabemos
que sí ha existido, podemos colegir que estos investigadores presuponen que esa
realidad estatal no ha dejado huella. No ha conformado una conciencia de
pertenencia, no ha dejado poso en una memoria colectiva, no ha sedimentado en
referencias simbólicas (de las que beben, quizás, esos nacionalismos que cita
EI, pero que son previas), en lugares de memoria, en significantes con
singularidad y personalidad propias. Por ejemplo, en una adhesión al euskera
que entre la población va más allá de las corrientes partidistas, como
patrimonio colectivo, lingua navarrorum, no propiedad del nacionalismo
sino consustancial al país vasconavarro, en su territorio y su cultura.
En ese espejismo prejuiciado sobre el que han operado los
investigadores de EI, se diría que les ha confundido el poder concluyente que,
en las opiniones de la sociedad navarra, adjudican a unas ideologías concretas.
Pero, ¿eso es real? ¿Tanto poder performativo tienen? ¿Solo se puede ser
nacionalista vasco o nacionalista español? ¿No existen los anarquistas navarros
-digamos Lucio Urtubia…-? ¿No se puede ser vegano-ecologista de Valdorba, o
ribero amante de la huerta, o contrabandista euskaldun del Pirineo con sede en
Urdazubi? ¿La ideología de partido, cortoplacista, electoralista, lo define
todo? ¿La memoria del euskera de los abuelos/as de Otsagabia, tan fresco su
recuerdo, no ha intervenido y facilitado la recuperación lingüística del valle,
y matizado obviamente la opinión de los salacencos/as?
Para un investigador de EI, los valores de la sociedad, la
posición de uno mismo en su tiempo, su comprensión del patrimonio con que opera
su comunidad, ¿se guían (determinan) exclusivamente por una ideología, programa
o discurso nacionalista?
Son muchas las falacias y los prejuicios sobre los que se
sostiene el presunto estudio “científico” de EI. Otro supuesto que desfigura y
desacredita el resultado que presentan es que, en esas disputas, de hondo
calado histórico (dicho sea de paso. La aculturación -en torno al euskera, y
más- viene de lejos, desde la conquista), “ambas ideologías y sentimientos son
legítimos en democracia” (sic). ¿Lo son? ¿De verdad? ¿De la misma manera? ¿Es
equivalente la actitud y autoridad del dominante español -o francés-, a la que
se sufre en la zonificación de la lengua vasca? ¿No pesan los siglos de
prohibición y diglosia de la realidad euskerica? Dicho de otro modo, ¿se puede
hacer un corte temporal, presente absoluto, en la muestra societaria que se
toma, y que no pese el pasado, ni la violencia, ni las leyes o los tribunales
estatales, ni la institucionalización de la vida municipal, educativa, medios
de comunicación, universidades…?
O, en otro sentido, ¿se pueden considerar igualmente
legítimos dos sentimientos, dos identidades -lenguas, culturas, comunidades, simbologías,
estatus…-, cuando una está en el poder del Estado, y la otra no tiene Estado, ni
poder, sostenida únicamente por el tesón y el voluntarismo de sus nacionales? ¿La
psicología del sujeto las contempla, legitima y se identifica con la misma
naturalidad? ¿Es similar o equivalente la posición del dominante -agresivo, arrogante,
empoderado- que la del dominado? ¿No es posible que, en estas condiciones, la
miopía de ideologías nacionalistas nos impida percibir la existencia de otras
versiones del país que no tienen tantos recursos, pero que están ahí?
Interpretar todo este barullo, en una situación de
conflicto, de presión, lucha, imposición y resistencia, a partir de unos constructos
ideológicos (en el peor sentido del término) como son los discursos de dos
nacionalismos, se convierte en un ejercicio de primero de sociología, condenado
al suspenso.
Si los investigadores de EI se interesan por el valor que el
euskera tiene para la población navarra, les sugeriríamos que empezaran por
revisar su propio aparato metodológico. Un principio científico señala que la primera
condición para abordar un problema es establecer un diagnóstico acertado (ello
nos permitiría alejarnos de las tesis de Groucho Marx sobre la política).
Siendo el euskera, como es, un elemento societario y cultural, parte del
patrimonio colectivo de Navarra, deberían sostener su investigación a partir de
esas claves disciplinarias: memoria colectiva, cultura política, conflicto,
toponimia, historia… Quizás se llevaran más de una sorpresa. Sea como fuere, no
aplicarían conceptos vascongados a una realidad que, evidentemente, se
les escapa.
Luis Mª Martinez Garate, Angel Rekalde
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