El monumento a los Caídos de Pamplona-Iruñea interpela a la sociedad navarra. Plantea un reto evidente en cuanto a su demolición, destrucción o resignificación. Es un homenaje al fascismo español, un signo de la brutalidad ejercida, con motivo de la sublevación militar de 1936, sobre la población, las personas y naciones que se encuentran confinadas en los dominios del Estado. Con independencia de su nulo valor estético, simboliza la represión del poder contra toda actitud, social o política, distinta o ajena al franquismo. Cualquier expresión digna de memoria colectiva ha de abominar de su existencia y exigir su derribo incondicional.
La memoria colectiva es un elemento esencial de cohesión de todas las sociedades. Es un factor central del relato que cualquier comunidad utiliza para explicar y dotar de sentido a su pasado, su identidad y entender los conflictos y procesos que la han conducido al presente. Es un componente básico del patrimonio inmaterial de las colectividades, y como tal le sirve para constituirse en el presente y afrontar los retos del futuro. Por lo mismo, la memoria no puede limitarse a circunstancias puntuales, hechos ocasionales o conflictos episódicos. Debe estar inmersa en una trama, en un relato.
El debate del derribo del Monumento a los Caídos se plantea ahora en el contexto de la reciente “Ley de Memoria Democrática”. Ley nominalmente democrática (“la memoria es especialmente importante en la constitución de identidades individuales y colectivas”, afirma en el preámbulo), pero ley española y referida a su memoria.
Se puede observar el mismo
planteamiento en el reciente título de ‘lugar de memoria’ concedido a Gernika,
por el bombardeo de 1937. Pero Gernika ya era lugar de memoria para nuestro
pueblo desde mucho antes; para José María Iparragirre y su ‘Gernikako Arbola’;
o para José Antonio Agirre cuando fue a jurar su cargo como lehendakari ante el
célebre árbol de las libertades. Por todo ello fue precisamente bombardeada por
el franquismo. Reflexiones semejantes podríamos hacer sobre Amaiur y tantos
otros lugares, como el reciente
hallazgo de la Mano de Irulegi.
A pesar de la citada ley,
nuestra memoria no comienza en 1936, ni con la República española. Los
conflictos que nos han atravesado vienen de siglos atrás, y la mayor parte de
las convulsiones que intervienen en aquella guerra (léase la Cuestión Foral,
o las luchas por comunales y corralizas…) sólo se entienden en el contexto de situaciones
previas -contiendas
del siglo XIX y anteriores- que
tienen su origen en la conquista militar de un país libre (1512). De ser el
nuestro un Estado independiente, pasó a ser ocupado por una potencia
extranjera, y a ser ‘provincia española’ en 1841.
Olvidar las raíces de los
conflictos no es el mejor camino para resolver los problemas. La memoria de los
vencidos, en palabras de Walter Benjamin, es garantía del resarcimiento de las
injusticias sufridas y germen de su reparación. Y hay que desplegarla en el tiempo,
sin limitarla a episodios puntuales ni a etapas cerradas.
La demolición del edificio
de los Caídos, además de proporcionar reconocimiento a los fusilados,
desaparecidos y perseguidos por el franquismo, deberá entenderse inserta en una
memoria vasconavarra, distinta e independiente de la hispana. Memoria basada
sobre un patrimonio perseguido y tergiversado desde la pérdida de la
independencia en 1512. Esta es la memoria, propia, que se pretende diluir y borrar
al justificar la necesidad del derribo en una memoria asimilada a la
republicana española.
Anastasio Agerre, Luis María Martinez Garate y Angel Rekalde
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