26 mayo 2016

MONTEJURRA 40 AÑOS DESPUÉS

EL CARLISMO EN 1976

El fenómeno carlista siempre ha constituido una especie de “sapo” difícil de digerir por parte de los historiadores españoles, y por supuesto sus medios de comunicación y propaganda. Vapuleado a diestro y siniestro, muy pocas veces ha sido contextualizado en la realidad en que nació y en los problemas sociales y políticos a lo que trató de dar, con más o menos éxito, respuesta.

No trataremos aquí de analizar el carlismo, pero sí intentaremos entender cómo una fuerza política que puso sus recursos al servicio del golpe militar de 1936, muy pronto expresó su disconformidad con el régimen que le siguió, ya durante la propia guerra –Decreto de Unificación con Falange en abril de 1937- y en la creación del “Nuevo Estado” tras la victoria después.

Los años negros de la dictadura fueron cuajando focos de oposición a la misma. Los problemas nacionales de Cataluña y País Vasco, no aniquilados por el fascismo, fueron núcleos de resistencia. La capacidad clandestina y su disciplinada organización hicieron del PCE otro puntal de la oposición. No ocurrió lo mismo con otros partidos históricos, como el PSOE u otros movimientos republicanos.

Durante esta etapa el carlismo pasó por fases de acercamiento y alejamiento a Franco. Javier de Borbón Parma, titular de su jefatura legítima para la mayoría de los carlistas, participó en la resistencia al nazismo en Francia y fue internado en el campo de Natzweiler, en Alsacia, primero, y luego en Dachau. Durante la guerra 1936-39 Franco lo había expulsado de su territorio.

La evolución de las distintas naciones a nivel del Estado español y europeo, su vivencia por las personas de base del propio carlismo, unida a los cambios producidos en el seno de la Iglesia Católica –de la que los carlistas eran siempre fieles seguidores- sobre todo con el Concilio Vaticano II, condujo a una radicalización social y política de muchos militantes. El relevo como líder del carlismo del hijo de Javier, Carlos Hugo, de excelente preparación universitaria, conocedor de la realidad europea y mundial y alejado de las tendencias integristas del carlismo sobre todo en la etapa de la segunda república española, remachó un profundo cambio en el mismo.

El acto de Montejurra se venía celebrando con carácter conmemorativo desde el final de la guerra 1936-39, pero a partir de 1957, con la incorporación de Carlos Hugo, toma un carácter de clara oposición al Régimen. El carlismo presentaba una doble oposición: por un lado, constituía una fuerza política con una importante militancia, sobre todo en los territorios forales –Euskal Herria, Cataluña, País Valenciano- y, por otro, Carlos Hugo representaba una alternativa al heredero de Franco: Juan Carlos.

En 1974 el Partido Carlista participaba de la “Junta Democrática” con el PCE, el PTE o el PSP de Tierno Galván. Tras la unión con la “Plataforma de Convergencia Democrática”, impulsada por el PSOE, todos conformaron la llamada “Platajunta”. El carlismo estaba en la primera línea de oposición al Régimen.

Dentro del conjunto de grupos que se reclamaban del carlismo, había también sectores, minoritarios desde el punto de vista social e irrelevantes desde el político, partidarios de continuar en su soporte al Régimen. En ellos se sustentó la “Operación Reconquista”.

OPERACIÓN RECONQUISTA (1976)

Nunca los servicios secretos españoles se han caracterizado por su pericia en gestionar las operaciones de las cloacas del Estado. Su estilo chapucero lo vimos, algo más tarde, en los GAL. En Montejurra la “Operación Reconquista” fue una escenificación de la “división” del carlismo para dar una cierta verosimilitud de ‘enfrentamiento entre facciones’ del partido carlista.

Entre el Ministro de la Gobernación español, Manuel Fraga, el director de la Guardia Civil, Angel Campano, y su jefe de Estado Mayor, José Antonio Sáenz de Santamaría, buscaron la complicidad de Sixto Enrique, hermano de Carlos Hugo, para encabezar lo que debería ser “la otra facción”. Se apoyaron en mercenarios, despojos del fascismo español, italiano y argentino, para formar una banda paramilitar de apoyo.

Para intentar construir un relato algo creíble, utilizaron a José Arturo Márquez de Prado, antiguo dirigente del requeté y apartado de cualquier responsabilidad política en el partido carlista. Los días precedentes Márquez de Prado frecuentó la Dirección General de la Guardia Civil y participó en reuniones del Estado Mayor con su director general y mandos implicados en la organización de los actos. Márquez de Prado solicitó para sus militantes, que desde la víspera iban a concentrarse en la cima de Montejurra, que la Guardia Civil les facilitara radio-teléfonos y armamento pesado, en concreto ametralladoras.

Entre esta barahúnda aparece el “hombre de la gabardina”, Marín García-Verde, comandante retirado del ejército español, que fue quien el 9 de mayo disparó a sangre fría a Aniano Jiménez Santos en las campas de Iratxe. Aniano falleció pocos días después.

Desde la víspera, el grupo paramilitar ocupó la cumbre del monte y una ametralladora, con munición habitual del Ejército español, disparó entre la niebla a los carlistas que pretendían alcanzar la cima. A consecuencia de los disparos murió Ricardo García Pellejero.  

Los guardias civiles y la policía que vigilaban la zona dijeron que tenían órdenes de “no intervenir”. La participación del Ministerio del Interior español y su responsabilidad en la organización de estos actos fueron evidentes. La ficción de las “dos facciones” fue una burda patraña urdida por la propaganda española para justificar su agresión.

TERRORISMO DE ESTADO PARA LIQUIDAR EL CARLISMO

El resultado de dos muertos y más de veinte heridos, varios de ellos graves, constituye la parte más gráfica y dolorosa, desde el punto de vista humano, del balance del terrorismo estatal español en Montejurra. Desde la perspectiva política, el terror consiguió una parte importante de sus objetivos. No eliminó físicamente la figura de Carlos Hugo, a pesar de que muchos consideraron que era uno de los objetivos previstos. Pero logró el declive progresivo del peso del Partido carlista y, al final, el eclipse de Carlos Hugo como líder político.

Tras muchas investigaciones y revisión de testimonios, se ha podido construir un relato veraz de lo ocurrido. El ataque de Montejurra supuso, en la práctica, el ocaso del partido más antiguo del Estado español, de las Españas como dicen los carlistas, que llevaba vigente desde que en 1833 se alzó con la bandera de los fueros y la defensa de los bienes comunes frente al unitarismo de los gobiernos españoles, mal llamados liberales, y las desamortizaciones de los mismos a favor de los caciques locales. 


08 mayo 2016

JON ORIA Y EL POLIEDRICO SIGLO XVI

historiador_14676_1-614x336

La Utopía renacentista que se había creado en la Corte de Margarita de Navarra, estaba basada en el mito de un mundo mejor, en el Paraíso de Paz y Bienestar
Jon Oria

Ha muerto Jon Oria (Estella, 1931). Historiador, escritor, profesor en Inglaterra, investigador vinculado a las universidades de Nottingham, Oxford, Londres y Cambridge. Sus aportaciones al conocimiento de la etapa renacentista en Navarra son de un valor incalculable y enorme su implicación en las tareas de Nabarralde en su trabajo de recuperación de la historia y memoria de nuestro Estado. Sus aportaciones en los congresos que organizamos con motivo del 500 aniversario del inicio de la conquista de Navarra en 1512 por las tropas del rey Fernando, el falsario, son de un gran valor para la comprensión global del contexto geopolítico del momento.

Para nosotros ha sido un compañero de viaje. De trabajo. Hay varios autores que son imprescindibles para descifrar el complejo siglo XVI en Europa. Uno de ellos es indudablemente Mijail Bajtin, con su obra sobre “La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais”. Lo es, también, Lucien Febvre, que escribió «Le problème de l’incroyance au XVI siècle. La religion de Rabelais». Con Stefan Zweig, autor de «Castellio contra Calvino. Conciencia contra violencia”, podrían formar una triada para aproximarnos a la época.  Pero una aproximación seria a la realidad cultural navarra de la etapa inmediatamente posterior a la dominación española, implica conocer los trabajos de Jon Oria. Sobre todo los relacionados con la Corte de la reina Margarita de Valois, por su familia, y de Navarra a través de su matrimonio con el rey Enrique II, el Sangüesino, en 1527.

En estos momentos de pesar no podemos olvidar su talante irónico y afectuoso, ni su compromiso con el objetivo de la recuperación de un Estado navarro libre, independiente, en estos tiempos de confusión y crisis global.

Un hombre libre para una patria libre.

02 mayo 2016

UN PUEBLO Y DOS BANDERAS

La bandera nacional representa el poder político por medio del cual la nación se convierte en actor soberano en su territorio y para el resto de naciones. La bandera preside los rituales que actúan como instrumentos de socialización y también como instrumentos de poder para orientar la conducta. Funciona por adhesión emocional, asociada a menudo al himno, al margen de cualquier interpretación o análisis.
Albert Balcells

Si hay algún símbolo que conmueve la sensibilidad de las personas es la bandera de la nación a la que pertenecen. La emotividad que provoca su presencia es muy fuerte. Los lazos de solidaridad que expresa y remueve son profundos. Como dice Albert Balcells, el símbolo que enuncia con más claridad la presencia de una nación es su bandera. Por eso los estados hacen valer la suya en los eventos en que participan: congresos, espectáculos, o compiten, como, por ejemplo, en el deporte. Como decía El País, “Esta vez sí. Esta vez Rafa Nadal será el abanderado español en la ceremonia de inauguración de los Juegos de Río el próximo 5 de agosto. El campeón olímpico de Pekín 2008 ya había sido elegido para los Juegos de Londres 2012, pero debió renunciar por lesión. ‘El deporte español se lo debe’”.

Es chocante, en este sentido, observar cómo cada cierto tiempo despunta y se recrudece la llamada guerra de las banderas. En nuestro país, sin ir más lejos, además de otras controversias tenemos un conflicto entre dos enseñas que son nuestras. Sufrimos la oposición entre dos elementos simbólicos que nos constituyen y afirman, que nos representan. En una misma población, unos se envuelven en la ikurriña, y otros se reconocen en la navarra, y encima, en ocasiones, unos y otros se enfrentan y enfadan.

A favor de la ikurriña se defiende, sobre todo, su papel como elemento de resistencia frente al fascismo y signo de la persecución del pueblo vasco por el régimen de Franco. También se insiste en su diseño o invento por los hermanos Arana Goiri para representar al conjunto del Zazpiak Bat, expresión más genuina, dicen, del hecho nacional vasco. Los sufrimientos padecidos que representa la ikurriña no se discuten y su valor afectivo es enorme.

Sin embargo, la máxima institución política que puede tener una nación es su Estado. El Estado expresa la soberanía de un pueblo (el reconocimiento, la existencia oficial, los instrumentos económicos, jurídicos, territoriales y de toda naturaleza para ser y desarrollarse en libertad) y lo constituye en sujeto político a nivel internacional. Las naciones con Estado normalmente tienen definido su símbolo nacional y existe un consenso generalizado para aceptarlo como tal. Esto nos lleva a una realidad incontestable, y es que en el caso vasco el único Estado que podemos calificar como propio, no ajeno, ocupante o dominante, es el de Navarra. Y Navarra tiene una bandera (como otros símbolos políticos: capitalidad, himno, etc.), también significada por una emotividad y una adhesión muy extendidas.

Cuando se plantea la polémica, al menos en términos argumentales, para no caer en el desgaste de los enfrentamientos que nos disgregan, hay que saber valorar lo que cada símbolo significa; porque eso será lo que vamos a utilizar con ese signo; y eso también lo que podemos perder si lo desdeñamos, o regalar al adversario que se sentirá encantado de arrebatarnos instrumentos de identidad y acción política.

De esta manera, la ikurriña se vincula a una determinada época (muy reciente, un siglo es un período muy breve en la historia de una colectividad), a la reivindicación vasquista, a la lengua y la resistencia antifranquista. Dolor, lucha, persecuciones… Es un bagaje reactivo, emotivo a corto plazo, pero con poca proyección societaria.

Por otra parte, la bandera navarra se vincula a una memoria de largo recorrido, a un Estado que creó instituciones y realidades de solera (independencia, fueros, hitos memorables, formas de vida, cultura, castillos, patrimonio de toda índole…). A veces se nos olvida que detrás de estas palabras emerge una cadena de raíces que nos confiere un suelo común, vivencial, familiar, de intereses, de trabajo, de lengua (sí; también la lingua navarrorum, aunque casi extirpada del uso cotidiano, pertenece a la memoria de la bandera navarra).

En efecto, hay que entender que un Estado como Navarra, al margen de que fuera reino, anarquía medieval o quimera shakesperiana, representa la vida real, la cotidiana, la organizada. Por poner un ejemplo, el sociolingüista Koldo Zuazo ha definido la hipótesis de una lengua vasca unificada –un euskera koiné-, por la mera lógica de un poder político en Pamplona, con la dinámica comercial, productiva, de comunicación que conlleva. Es decir, un elemento tan identitario y característico como la lengua se determina por la naturalidad que acompaña a la existencia del Estado. En la normalidad del reino de Navarra, sin pretensiones lingüísticas ni retóricas ajenas a aquella época, el euskera se normalizó; se unificó; se convirtió en la base cultural, técnica, lingüística... de toda la colectividad. Es lo que hace tener un Estado: que la convivencia y la sociedad se realizan, en el doble sentido de constituirse y ser real.

Del bagaje reactivo que decíamos de la ikurriña, pasamos a un capital político de una cualidad infinitamente superior. De seña de protesta y lucha a elemento simbólico de trabajo, territorio, construcción jurídica, de grandes personajes, obras, vida…

En cuanto a su proyección ante el mundo, ¿qué podemos decir en el plano del reconocimiento internacional? No es lo mismo que nos saquemos una bandera de la chistera y digamos: “aquí estamos porque nos da la gana”; porque nosotros desafiamos al Estado que nos violenta… O que nosotros levantemos una bandera que representa una existencia internacional, aunque sea rota, conquistada, y que expongamos que ahí está la base de la violencia. De un problema de orden público, una cuestión de orden interno (de los Estados actuales, que son el sujeto del presente), pasamos a la definición de un conflicto internacional.

La ikurriña también es nuestra, y no hay que abandonarla, porque su energía es nuestra; además, enseguida sería apropiada y utilizada para dividirnos. Pero no olvidemos que Navarra expresa la máxima jerarquía política lograda por el pueblo vasco a lo largo de su existencia. Sus símbolos, bandera, escudo, himno, etc., significan la plenitud política de nuestra nación. Cualquier otro símbolo para representarlo en su conjunto, desde el punto de vista de su dimensión política, será siempre de inferior categoría.