Se
puede decir, a pesar de las dificultades por las que atraviesa, que el único
proceso hacia la independencia que se mantiene vivo en Europa occidental es el
catalán. El proceso escocés, demasiado confiado en la acción de un partido
político –el Partido Nacional Escocés de Alex Salmond- y con poco soporte de la
sociedad civil, se ve muy reducido tras el referéndum del pasado año. En
Flandes parece que no acaba de surgir un movimiento social ni político que se
plantee con seriedad y consistencia la separación del Estado belga.
De
nuestro caso, mejor no hablar. Tras la retórica grandilocuente con la que se
expresan quienes se autocalifican de “vanguardia independentista”, se oculta el
vacío de la incapacidad de trabajar con efectividad hacia la misma a pesar de
la indudable fuerza de su base social. Ante su falta de iniciativa social o
política se refugian en una cómoda aceptación acrítica de los marcos
administrativos y políticos impuestos por la secular dominación
hispano-francesa. Su “nuevo” planteamiento pretende ejercer lo que llaman el
“derecho a decidir”, mediante las votaciones organizadas en ellos por quienes
los han determinado con el fin de facilitar nuestra sumisión e integración en
sus respectivos estados. No son capaces de establecer un relato compartido del
país, de definir unos símbolos comunes ni una perspectiva colectiva de futuro.
En Vasconia existe una capacidad social que no se ha mostrado en Escocia ni se
percibe en Flandes. Falta la capacidad de dirigirla al objetivo estratégico y
democrático de la independencia. Se fía todo a la acción institucional. Ni tan
siquiera se abre un debate serio sobre dichos asuntos.
El
caso catalán presenta unas características que lo convierten en original. La
primera, evidente, es la existencia en la vanguardia de un movimiento social de
gran alcance y capacidad organizativa. El movimiento social en pro de la
independencia del Principado de Cataluña organizó, a partir de 2009, las
consultas en la mayor parte de los municipios, al margen por completo de la
institucionalización oficial y con unos resultados de gran trascendencia, por
los resultados en sí pero, sobre todo, por la movilización y toma de conciencia
que supusieron. La Asamblea Nacional Catalana, Omnium Cultural, la Asociación
de Municipios por la Independencia y otros grupos han sido capaces de movilizar
a casi dos millones de personas en varias manifestaciones o concentraciones
desde 2010 y de organizar una consulta el 9 de noviembre de 2014, no sólo al
margen de las instituciones españolas, sino contra ellas, en un acto de
desobediencia civil inaudito e inconcebible por estos pagos.
La
sociedad catalana ha demostrado de sobra su voluntad de independencia. Es un
dato adquirido y sin vuelta de hoja. En este momento hay un enfrentamiento
claro entre la legitimidad democrática expresada en el movimiento civil y la
legalidad formal que tributa al régimen político español. El presidente de la
Generalitat, Artur Mas, intentó salvar el salto en el vacío que supone la
ruptura de la legalidad actual y el acceso a otra legítima. Tras la votación
ilegal del 9 de noviembre, hizo una propuesta para dar el paso decisivo. La
propuesta era consistente y estaba bien trabada. Consistía en convertir unas elecciones
dentro de la legalidad española, “autonómicas” que llaman, en un auténtico
plebiscito por la independencia. Su propuesta exigía “pasar” del sistema de
partidos tributarios del régimen español (autonómico) y constituir una
candidatura nacional, “transversal” y unitaria -también con los actuales
partidos pero sobre todo con la sociedad civil-, con el único objetivo de
lograr el apoyo formal de los votantes del Principado para romper con la
legalidad española y pasar a una nueva basada en la legitimidad democrática
catalana. El plan consistía en aprovechar el impulso del 9 de noviembre y
hacerlas en la primavera de 2015.
Esta
propuesta no ha prosperado y ha sumergido la política del Principado, una vez
más, en las peleas burocráticas y de vuelo gallináceo de los partidos españoles
que operan allí. El objetivo democrático, nacional, es decir la independencia,
se encuentra supeditado a los avatares de la gestión de la autonomía. El mismo
hecho de posponer las votaciones que han sustituido al plebiscito independentista
propuesto por Mas hasta el próximo septiembre, lleva a que las disputas
autonomistas y de corto plazo se incrementen de forma notable y peligrosa para
el proceso de independencia. De hecho el enfoque que ha forzado la
partitocracia, sobre todo desde ERC y con la aceptación de CDC, supone un
vuelco con relación al planteamiento plebiscitario inicial de Artur Mas.
Se
han vuelto a poner en el candelero, como primordiales, lo que llaman los
asuntos “sociales” frente al conflicto democrático básico, el “nacional”. El
complejo de inferioridad del dominado, el síndrome de Estocolmo, el rechazo a
la “derechización” que supone, dicen, un proceso encabezado por Artur Mas, son
muestra de las dificultades que un país dominado, colonizado mentalmente, sometido
a un sistema social, económico y político totalitario como el español tiene
para alcanzar el nivel de independencia de pensamiento y estrategia necesario
para que su vía a la independencia tenga posibilidades de éxito. Las elecciones
propuestas para el 27 de septiembre, por mucho que los partidos que serán sus
protagonistas pretendan acordar en algún punto programático común, serán unas
elecciones autonómicas entre unos partidos sometidos al régimen político
español. El protagonista no será la sociedad catalana, tal como era en el
primer planteamiento de Mas. Ya desde las próximas elecciones municipales se
presentan como una lucha por la “hegemonía” dentro de Cataluña. Quienes así lo
proponen olvidan que la hegemonía real, con mayúsculas, la sigue ejerciendo el
Estado español del que Cataluña es una simple Comunidad autónoma.
El
primer problema social y democrático que hay que resolver es el nacional. Sin
su solución positiva cualquier salida es en falso y no democrática; sin ella el
resto de problemas “sociales” no pueden encontrar una solución positiva para el
pueblo de la nación sometida. Sin un Estado propio, el primero de los derechos
humanos ya que garantiza el resto, no hay más que sumisión. Para empezar no hay
derecho ni a la ciudadanía. Los catalanes, como nosotros, son ciudadanos
españoles, de hecho y de derecho, a nivel internacional. Podremos definirnos
como de “nacionalidad catalana”, o “navarra/vasca”, pero como nos lo suelen
recordar siempre que pueden, nuestros documentos de identidad dicen que somos
ciudadanos españoles, o franceses en su caso.
¿Tendrá
la sociedad catalana la fuerza, iniciativa e imaginación suficientes para dar
la vuelta al actual embrollo y culminar su proceso de independencia sin
perderse en laberintos que no tienen otra salida que la continuación del
sometimiento?
NAIZ 2015/02/02
DEIA 2015/02/10
NOTICIAS DE NAVARRA 2015/02/10
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