Mucho
tiempo ha transcurrido desde que las sociedades comenzaron a festejar los
centenarios de determinadas efemérides históricas. En general son celebraciones
organizadas por quienes ostentan un poder obtenido en la fecha conmemorada. Hay
pocas evocaciones de hechos históricos que no lleven asociada alguna carga de
memoria. Si unos celebran victorias es porque otros han sido derrotados. Y
entonces es cuando surge el debate. En los últimos tiempos ha habido dos
centenarios de gran carga política y que han acarreado la consiguiente
polémica.
El
primero, de alcance global, fue el 500 aniversario del descubrimiento de
América. La controversia comenzó por la propia denominación de
“descubrimiento”. ¿Quién “descubrió” a quién? Siguió por la puesta en cuestión
de la función “civilizadora” de Europa, de España sobre todo, en las américas y
la constatación de su labor de expolio, aculturación y exterminio de las
poblaciones autóctonas. Los descendientes que quienes fueron sujetos pacientes
de dichas hazañas no se resignaron con la versión de los conquistadores y
dieron la suya; ofrecieron al mundo su memoria como reivindicación de justicia
y reparación. Los vencedores y quienes se reclaman sus herederos continúan, hoy,
justificándolo todo en aras de la civilización, el progreso y la cristianización
de los infieles.
Un
acontecimiento semejante tuvo lugar el pasado año con motivo del 500
aniversario de la conquista de Navarra, del Estado vasco que permanecía como
reino independiente. La disputa adoptó, a un nivel lógicamente más reducido,
los mismos parámetros que la del “descubrimiento” de 1492. La versión española considera
tanto la perpetua “vocación hispánica” de Navarra, de la que se había apartado
por las insidias francesas, como el permanente estado de guerra civil interna
en que vivía el reino. Los apologetas de la hispanidad afirman que con la “incorporación”,
según su terminología, Navarra ganó la paz y el desarrollo. Por el contrario,
quienes pensamos que fue una conquista injusta e injustificada, creemos que
estuvo exclusivamente al servicio de los intereses imperiales españoles, que
truncó la vía de un Estado europeo que podía haber sido la admiración del mundo y lo sumergió en la oscuridad inquisitorial,
en el aislamiento y retraso propios de la
España devota de Frascuelo y de María.
Este
año se conmemora el 200 aniversario de la quema y destrucción de Donostia por
las tropas aliadas anglo-portuguesas que, junto con las españolas, luchaban
contra las francesas napoleónicas. La destrucción de San Sebastián fue tanto física,
de su entramado urbano, como de sus habitantes: violaciones, saqueos, incendio,
el abandono de la ciudad y su población por parte de quien teóricamente la
“liberaba” del “ocupante” francés. Los hechos fueron de tal calibre que se
pueden calificar de “crimen contra la humanidad”, como se afirma, por ejemplo,
en el DVD “Donostia 1813”
realizado por Nabarralde por encargo del Ayuntamiento donostiarra. Según afirma
uno de los historiadores participantes en el mismo, Xoxe Estévez: “En
las dos guerras (la de la
Convención en 1793 y la napoleónica de 1813)
Gipuzkoa fue una mera paciente de tres imperialismos. Uno emergente, el
francés, otro consolidado desde 1714, el británico, y otro en decadencia, el
español".
En
su relato los españoles se presentan a sí mismos y a sus aliados como
“liberadores”, venden la guerra contra Napoleón como de la “independencia”,
española, claro. La destrucción de la memoria propia, mediante el olvido de las
tropelías realizadas por los aliados exige su recuperación. Lo mismo que la
sociedad donostiarra de la época restableció la ciudad, la reconstruyó y a los
pocos años logró librarse de las murallas militares (españolas) que la
atenazaban. La sociedad vasca siempre se ha caracterizado por su capacidad de
regeneración tras las derrotas y desastres. Donostia es un buen ejemplo. El
recobrar la memoria es un primer paso para reparar y hacer justicia, el segundo,
consiste en construir un relato propio de los hechos. Es una lástima que esa demostrada
capacidad de regeneración social, de recuperación de memoria y de construcción
de nuestro relato, no alcance la traducción política adecuada para lograr su consolidación.
Eso requiere, como requisito necesario, la recuperación del propio Estado.
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