El balance del proceso catalán desde 2006 hasta el
referéndum del 1 de octubre de 2017 ofrece una gran victoria del movimiento de
emancipación nacional en el Principado de Cataluña, un decidido paso hacia su
independencia. El proceso consolidó
un movimiento democrático de incalculable magnitud, sobre todo por el
protagonismo indiscutible de la sociedad civil, y sorprendió a propios y
extraños, empezando por el mismo Estado español. La decidida voluntad de la
gente y la logística impecable para la realización de la consulta constituyen
un hito democrático de primera magnitud a nivel europeo y mundial.
La brutal reacción del Estado español, fiel a su tradicional “cultura”, por llamarla de algún modo, política destapó alguna de las vergüenzas del propio proceso, de manera que desenmascaró y aclaró posiciones que ya se incubaban desde su comienzo.
Justo después de la consulta
del 9 de noviembre de 2014, Artur Mas planteó en una conferencia una estrategia
para los siguientes pasos. Consistía en acudir juntos a las elecciones los tres
partidos ‘independentistas’ y así convertirlas en plebiscitarias. Reivindicaba
el eslogan “la unión provoca la fuerza”. Mas fue inmediatamente replicado por
Oriol Junqueras, que presentó a los pocos días, en otra conferencia, la tesis
contraria, en la que defendió que era más eficaz acudir por separado para, de
ese modo, recoger los flecos de los extremos que no querían someterse a un
partido al que, posiblemente, aborrecían. De este modo se recogerían ‘más
votos’ y se alcanzaría un resultado numérico mejor.
La opción de Junqueras no
tenía en cuenta el ‘factor humano’ que
representan la ilusión y el empuje que supone acudir unidos por un objetivo tan
importante como la independencia. Consideraba tan sólo los fríos números que,
extrapolando votaciones anteriores o estudios de prospección, obtenía con su
calculadora. La CUP se distanció inmediatamente pero ERC y los convergentes,
con pocas ganas, acudieron juntos bajo la marca de Junts pel Sí. Sin mayoría absoluta, ganaron. Las tensiones
internas y con la CUP provocaron el envío “a la papelera de la historia” de
Artur Mas y propiciaron su recambio por Carles Puigdemont, una persona mucho
más decidida y ambiciosa que Mas en el camino hacia la independencia.
La resaca provocada por la
reacción del Estado español tras el referéndum del 1-O de 2017 y la abortada
declaración de independencia por el Parlament de Cataluña el 27-O, comenzó con
el modo de jalear a las fuerzas de orden españolas trasladadas a Cataluña para
apalear a los votantes sin distinciones de edad o sexo (“¡A por ellos!”).
Siguió con el infame discurso del rey Felipe del 3-O y la imposición del
artículo 155 de la Constitución española que suspendía la autonomía, destituía
al Govern de la Generalitat y disolvía su Parlament y toda su estructura
subsidiaria Todo ello hizo aflorar, de nuevo, dos visiones distintas de la
realidad catalana.
Por un lado, Puigdemont,
Ponsatí y Comín como consejeros del Govern de la Generalitat optaron por
refugiarse en el exilio en Bélgica. Por otro, Junqueras y el resto de
consejeros decidieron esperar a su “caza y captura”, a pesar de haber podido
escoger también el exilio. Efectivamente, tras la detención de los presidentes
de la ANC (Jordi Sánchez) y de Omnium (Jordi Cuixart), todos ellos fueron
apresados.
Pudimos contemplar un juicio
ignominioso: en Madrid, con jueces de la Audiencia Nacional, en español, con
pruebas falseadas o parciales y sin opción a presentar las propias, fueron
condenados a durísimas penas de prisión e inhabilitación por un delito
inexistente en cualquier Estado con un mínimo de estándares democráticos.
Mientras los exiliados en
Bélgica iniciaban una estrategia de denuncia del Estado español en todas las
instancias posibles, éste ha tratado de desacreditarlos por todos los medios de
que dispone en la UE. Ha intentado obtener su extradición para ser juzgados en su
territorio. El resultado siempre ha supuesto su fracaso. El exilio catalán ha
conseguido la internacionalización del conflicto, el ridículo del sistema
judicial español y, en su versión proactiva, ha constituido, primero, la
organización de “Junts per Catalunya” y, segundo, la creación del “Consell per la
República”, con la aspiración de ser una institución exclusivamente catalana,
al margen de cualquier otra dependiente del Estado español y con ambición de
abarcar a todos los Países Catalanes.
La vía propuesta por Oriol
Junqueras y apoyada principalmente por ERC y algunos restos de la antigua
Convergencia, como el PdeCAT, se basa en la misma idea que expresó Junqueras en
su réplica a Artur Mas en 2014: una perspectiva exclusivamente numérica. Tras
este planteamiento se oculta la ambición de ERC de llegar a ser el partido
mayoritario… ¡de la autonomía!
Aunque los tres partidos
autodenominados independentistas lograron mayoría en votos (52%) y escaños en
el Parlament de Cataluña, la ERC de Junqueras pretende únicamente “ampliar la
base”. Pero no es un ampliación por el empuje social, por la gente movilizada y
en marcha por el objetivo de la independencia (como en el proceso), sino un crecimiento al modo “misionero”, basado en convencer
a la gente de que con la independencia ‘viviría mejor’ y sin hacer referencia a
la dignidad de la lengua y cultura catalanas perseguidas y maltratadas por
siglos. Un crecimiento que han planteado como no nacional.
Así como la vía de Junts, al
menos sobre el papel, pretende un crecimiento por el impulso masivo y el
activismo de la gente, de modo que fuera capaz de catalizar la sociedad por una
independencia próxima, la de ERC plantea un aplazamiento sine die de la consecución de la misma (¿2050?, no me lo invento,
lo han dicho ellos) y en el “mientras tanto” gestionar la autonomía (o lo que
vaya quedando de ella) al modo Pujol.
En este camino se han
encontrado con otra resaca, en este
caso la de la Izquierda Abertzale, que, tras final de ETA e incapaz de generar
un relato propio de lo sucedido en nuestro país tras la victoria del franquismo,
ha sucumbido a una idea muy semejante a la de ERC: aparcar, sine die también, la independencia y
dedicarse a la gestión de la autonomía, sobre todo en la CAV y –en lo que
puedan- en la CFN. De la mano del PsoE, sobre todo, en la segunda. Esta alianza,
que ya se expresó en las elecciones al Parlamento Europeo de 2019 en las que la
candidatura encabezada por Puigdemont venció a la del acuerdo entre ERC y la
IA, se ha vuelto a manifestar en el apoyo de ambos partidos a los presupuestos
del Estado.
En este momento, en Cataluña
y al margen de la oferta electoral directamente española, se ofrecen dos
alternativas políticas, las autodenominadas como la rupturista y la
posibilista. Los segundos llaman a los primeros neoautonomistas o directamente botiflers (traidores) y los primeros a
los segundos, maximalistas o hiperventilados.
Como dice Vicent Partal en
sus lúcidos editoriales en Vilaweb, la línea que separa las dos opciones no es
(aunque a veces coincida) entre ERC y Junts, que no son bloques homogéneos (en
Junts hay neoautonomistas y en ERC los hay que apoyan la opción rupturista). La
diferencia, según Partal, está entre quienes confían en la capacidad de las
fuerzas propias (la nación), consideran que se puede vencer a España y que ésta
no tiene derecho a decidir el futuro de Cataluña y los que, ante una situación
de fuerza insuperable, piensan lo contrario.
El cambio cualitativo de la
sociedad catalana con el proceso, al
propiciarlo aprovechando los agravios del Estado español y con una fuerte
organización de la sociedad civil, llevó al referéndum del 1-O. La fuerza
generada, hoy posiblemente desanimada, sigue existiendo y es necesario que
aflore de nuevo. Debe superar el complejo de derrota, recuperar la autoestima y
salir de nuevo a la calle. Para ello hacen falta objetivos y mantener y mejorar
las redes tejidas en el proceso. El
Consell per la República, extraño al control del Estado español, podría ser el
catalizador de este potencial latente. Necesita ideas, estrategia y liderazgo.
El plan del neoautonomismo
que lo fía todo a una hipotética “ampliación de la base” y a una “mesa de diálogo”
–en la que se puede hablar de todo menos de autodeterminación y amnistía- no es
precisamente ilusionante. Ni efectivo. La mentalidad del derrotado que mendiga
al vencedor, no conduce a obtener sus “graciosas concesiones” sino a ser
menospreciado. Es una vía condenada a la impotencia y al fracaso.
La otra vía puede tener un camino
positivo, sobre todo si es capaz de ilusionar y movilizar de nuevo todas las
fuerzas que propiciaron las consultas de Arenys de Munt, la del 9-N de 2014,
las multitudinarias Diadas de 2012 a
2017, el referéndum del 1-O de 2017 y su movilización y logística. Así puede
presentar de nuevo una oposición estratégica al Estado español y aprovechar sus
debilidades, como son su corrupción estructural, su débil posición económica
internacional, su endeudamiento, su falta de credibilidad democrática… Es la
única que ofrece un futuro democrático para el Principado y el resto de Países
Catalanes.
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