Todas las naciones necesitan
lograr cohesión interna con un relato compartido. Nos lo recuerda Iñaki
Anasagasti en un artículo de reciente publicación, en los periódicos del grupo
Noticias, al proponer la creación de un Museo Nacional de Historia.
En las naciones que
disfrutan de un Estado propio, la
existencia de un Museo de Historia que soporte el relato nacional viene
proporcionada por el mismo y pagada religiosamente con los tributos de sus
contribuyentes que, a su vez, se sienten reflejados en dicha institución.
Otra cosa sucede cuando una
nación como la nuestra que soporta la actuación de dos estados impropios. Digo impropios como opuesto a propio,
pero pienso que sería más correcto considerarlos como contrarios o, directamente,
enemigos. En este caso el relato expresado en sus museos, históricos o de
cualquier tipo, sirve para reforzar su ligazón interna y nuestra integración en
sus estructuras sociales y políticas. Nuestra recuperación.
La idea de Anasagasti es
pertinente, pero es una pena que su texto sea un totum revolutum de lugares comunes del imaginario hispano y, para
colmo, sin referencia alguna a la máxima institución política, a nivel soberano
desde el punto de vista internacional, que hemos tenido los vascos: el reino
–Estado- de Navarra. Y, por lo mismo, a ninguno de sus hitos históricos: Orreaga,
la organización social y política del Estado (el sistema Foral), su lucha por
la supervivencia frente a sus adversarios: Castilla-España y Francia.
Precisamente la ausencia de
referencias al Estado propio de los
vascos hace resaltar su carencia en el momento presente. La relación de
personajes del imaginario hispano sería impensable si el Museo Nacional de
Historia se construyera desde nuestra propia centralidad. Parece concebida
desde la perspectiva de uno de los estados impropios:
el español. Personas irrelevantes para nuestra historia -la monja Alférez- o
contrarios a la misma -como Loiola o Unamuno-, podrían aparecer, pero debidamente
contextualizados.
Sobre todo, deberían estar los que fueron mucho más
importantes en el transcurrir de la historia de los vasconavarros: desde Iñigo
Aritza hasta Margarita de Navarra, pasando por Sancho III, el Mayor, Sancho VI,
el Sabio, el Príncipe de Viana o Francés de Jaso. O el propio redactor de los
Anales del Reino, José de Moret.
La propuesta,
bienintencionada y compartida, de Anasagasti queda muy coja pero podría suponer
una declaración de intenciones para un próximo futuro. Incluso en la etapa
contemporánea adolece de la presencia de personalidades como Zumalakarregi,
Txaho, Campion, Arana Goiri o… Julio de Urkijo.
El artículo de Iñaki
Anasagasti puede servir de emplazamiento a un debate, serio y sereno, de cómo
una nación sin Estado propio, y con
dos impropios, puede construir un
Museo de su historia acorde con la perspectiva que hoy en día se tiene de los
museos: no como algo estático, como un fósil, construido de una vez por todas.
Un Museo debe ser una institución abierta a la propia sociedad, a sus
inquietudes, a sus requerimientos memoriales y a su proyección hacia el futuro.
En contacto permanente, además, con el resto de museos y academias nuestro
entorno próximo y del mundo en general.
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