Cuando se toma un libro de historia, hay
que estar atento a las cojeras. Si no logran descubrir ninguna, o están ciegos,
o el historiador no anda.
Estudien al historiador antes de ponerse
a estudiar los hechos
E.H. Carr
Ante un libro de Historia, o
frente a un profesor que la imparta como asignatura, siempre existe, por parte
del alumno o el lector, una actitud –muchas veces inconsciente- de sumisión o
de aceptación acrítica de lo que se aprende. El historiador, autor o docente es
visto, casi siempre, como autoridad.
Lo que describe “es” una historia real. Relata los hechos que sucedieron a unas
sociedades determinadas en unas épocas concretas. Y lo que narra se constituye
en lo que sucedió realmente. Es algo objetivo.
Las cosas no son tan
sencillas. Como afirma E.H. Carr, hay que estudiar al historiador, o al
profesor, antes de aceptar sin crítica los hechos que describe. Lo normal es
que cojeen. Si no somos capaces de percibir hacia qué lado, la credulidad
distorsionará nuestro entendimiento.
Antes de iniciar la lectura
de un libro o los cursos de un historiador es conveniente –tal vez necesario-
visualizar un conjunto de reflexiones sobre la elaboración de los textos, sobre
la profesión del historiador, sobre la narración de la Historia en general.
La
perspectiva del historiador
Hace algún tiempo asistí a
la presentación de un libro de historia. Historia contemporánea, del pasado
siglo. Se describían hechos acontecidos en la guerra de 1936-39 en la región
del Bidasoa. Este río hace de frontera entre los estados español y francés. En
los hechos que se contaban abundaba la presencia del contrabando y los
contrabandistas.
El contrabando en la comarca
del Bidasoa es un hecho y la existencia de contrabandistas otro, asociado
inextricablemente al anterior. Pero la narración de hechos y protagonistas es
muy distinta según sea el marco sociopolítico y temporal en que se considere.
En el caso que cito, el
historiador relata episodios de contrabando y sucesos de contrabandistas de la época
de 1936, hasta los años cuarenta de la postguerra. No cuestiona el marco de los
estados constituidos; son cuasi-eternos. A partir de ahí, con tal premisa, los
hechos descritos se refieren a andanzas e intereses de grupos semimafiosos, movidos a corto plazo por el
beneficio económico y el control del tráfico de mercaderías y personas, a medio
y largo.
Si a esto se añade una
perspectiva temporal reducida al propio conflicto bélico, se llegará a la
conclusión de que el contrabando es una actividad de delincuencia, realizada
por intereses individuales o de grupo, en su propio beneficio, al arrimo de una
situación de guerra.
Por el contrario, un
historiador que fuera capaz de interpretar los datos desde la perspectiva de la
población que habita el territorio, al margen de las autoridades y poderes, por
encima de fronteras artificiales, impuestas a lo largo de siglos, descubriría
una comunidad de lengua, cultura, costumbres y modos de vida. Y a partir de ese
dato tal vez entendiera que tras el contrabando actuaban unos modos de vida
independientes de las fronteras estatales, gentes que trataban con parientes y
amigos con la normalidad cotidiana de todos los pueblos del mundo y que las
imposiciones de las autoridades se sorteaban de los modos más ingeniosos y
variados. Tal es el caso de las gentes del Bidasoa.
Si, además, este hipotético
historiador adoptara la perspectiva temporal de un siglo más atrás, se
encontraría con dos conflictos bélicos de gran trascendencia para esta
población: las dos guerras carlistas del siglo XIX. En ambas se manifestó la
artificialidad de las mugas impuestas por los estados y, también en las dos, se
expresaron comportamientos que permanecen explícitos en la Alta Navarra al
comienzo del conflicto de 1936. Los elementos populares del carlismo sublevados
contra el gobierno de la segunda República española siempre lo consideraron
como un nuevo levantamiento del estilo de los del siglo anterior. Cuando se
dieron cuenta del error, era ya demasiado tarde.
La consecuencia es que, con
los mismos “hechos” entre las manos, según sea el marco mental del narrador,
nos encontramos con dos visiones completamente distintas, incluso divergentes,
de una misma realidad.
La
selección de los hechos relevantes
Hannah Arendt en su trabajo "Verdad
y mentira en la política" (1967) afirma:
...¿Existen en realidad los hechos
independientes de la opinión y de la interpretación? ¿Acaso generaciones
enteras de historiadores y filósofos de la historia no han demostrado la
imposibilidad de establecer hechos si estos no van acompañados de una
interpretación, puesto que en primer lugar hay que rescatarlos del caos de los
meros acontecimientos (y los principios para llevar a cabo la elección no se
basan en los datos objetivos) y después hay que ordenarlos en un relato que
sólo se puede transmitir desde una determinada perspectiva, la cual no tiene
nada que ver con los sucesos originales? Sin duda, estas y muchas otras
perplejidades inherentes a las ciencias históricas son reales, pero no
constituyen un argumento contra la existencia de las cuestiones objetivas ni
pueden servir para justificar que se borren las líneas divisorias entre el
hecho, la opinión y la interpretación, o como excusa para que el historiador
manipule los hechos a su gusto. Cuando admitimos que cada generación tiene
derecho a escribir su propia historia, sólo estamos reconociendo el derecho a
ordenar los acontecimientos según la perspectiva de dicha generación, no al
derecho a alterar el propio asunto objetivo. Para ilustrar este punto, y como
pretexto para no profundizar en él, recordemos que, al parecer, durante los
años veinte, poco antes de morir, Clemenceau mantuvo una conversación amistosa
con un representante de la República de Weimar sobre la cuestión de la culpa
del estallido de la Primera Guerra Mundial, "En su opinión, ¿qué pensarán
los futuros historiadores acerca de este asunto tan problemático y
controvertido?", fue preguntado Clemenceau, quien respondió: "No lo
sé, pero estoy seguro de que no dirán que Bélgica invadió Alemania".
En la misma línea, en 1961, E.H.
Carr en su estudio “¿Qué es la historia?,
ya afirmaba:”
“Los hechos no se parecen realmente en
nada al mostrador de la pescadería. Más bien se asemejan a los peces que nadan
en un océano anchuroso y aun a veces inaccesible; y lo que el historiador
pesque dependerá en parte de su suerte, pero sobre todo de la zona del mar en
que decida pescar y del aparejo que haya elegido, determinados desde luego
ambos factores por la clase de peces que pretenda atrapar. En general puede
decirse que el historiador encontrará la clase de hechos que busca. Historiar
significa interpretar”.
Y también, en la misma obra:
“Solía decirse que los hechos hablan
por sí solos. Es falso, por supuesto. Los hechos sólo hablan cuando el
historiador apela a ellos: él es quien decide a qué hechos se da paso, y en qué
orden y contexto hacerlo. Si no me equivoco, era un personaje de Pirandello
quien decía que un hecho es como un saco: no se tiene en pie más que si metemos
algo dentro.”
Este aspecto, no menos
importante que el anterior, y relacionado con la perspectiva del historiador,
es la selección de “hechos significativos” que efectúa el constructor de la
historia. La selección siempre está hecha de acuerdo con los intereses del
presente y, dentro de los mismos, del lado del que “cojea” el pie del historiador.
En el mismo libro, E.H. Carr
incluye una cita de Benedetto Croce:
“Los requisitos prácticos subyacentes a
todo juicio histórico dan a la historia toda el carácter de ‘historia
contemporánea’, porque por remotos temporalmente que nos parezcan los
acontecimientos así catalogados, la historia se refiere en realidad a las
necesidades presentes y a las situaciones presentes en que vibran dichos
acontecimientos”.
Este párrafo ha sido
resumido frecuentemente en la frase: “Toda
historia es historia del presente”. La selección de las épocas a estudiar
y, dentro de las mismas, los hechos concretos siempre se efectúan según los
conflictos que vive la sociedad que los escribe y los intereses de quien los
relata.
Como afirma el historiador Jacques Le Goff:
“La idea de que la historia está
dominada por el presente descansa ampliamente sobre una frase célebre de
Benedetto Croce que afirmaba que ‘toda historia es historia contemporánea’.
Croce entiende aquí que ‘por muy alejados en el tiempo que parezcan los
acontecimientos que cuenta, la historia en realidad se relaciona con las
necesidades presentes y con las situaciones presentes en las que resuenan esos
acontecimientos”
Si se estudia la situación
de Navarra en el siglo XVI, los historiadores que se ubiquen en el presente en
posiciones centradas en la propia población, es decir, con una comprensión
democrática de la soberanía, harán hincapié en la situación de violencia que
ejerció Fernando el Falsario durante la conquista de 1512 y narrarán los
acontecimientos bélicos y de represión. Por el contrario un historiador afín a
las instituciones del Estado, es decir, servidor de la unidad indisoluble de
España, defenderá las ventajas de la paz y el crecimiento experimentados por
Navarra a partir de mediados de dicho siglo, olvidando posiblemente que el auge
económico de la monarquía española en esa etapa procedía del expolio americano.
Los historiadores del primer
modelo estudiarán como fenómeno el inicio del retroceso de la lengua propia de
los navarros. Mientras que los del segundo insistirán en la participación de
determinados autores navarros en lo que más tarde se conocerá como el “Siglo de
Oro” español.
Presentismo
Esta percepción del relato
del pasado desde los conflictos sociales y políticos del presente no se debe confundir
con el presentismo, que es otro de los errores en que muchos historiadores
incurren con frecuencia.
El presentismo consiste en aplicar
categorías actuales a realidades de otras épocas e, incluso en muchas ocasiones,
enjuiciarlas. Categorías como democracia,
libertad, nación, etc. surgidas como conceptos políticos en la modernidad no
se pueden usar de cualquier forma al estudiar, por ejemplo, las etapas
medievales.
Historia
ancilla politicae
En la Baja Edad Media
europea, en la época de la Escolástica, se definía a la Filosofía como ancilla teologiae es decir como sierva
de la Teología. En caso de conflicto entre ambas siempre prevalecía la
perspectiva teológica y la Filosofía quedaba relegada al papel de instrumento
formal para ponerla en valor.
Con el auge de los
nacionalismos en el siglo XIX, las naciones que construyeron su Estado
intentaron justificar su existencia, territorio y poder, con base en la
historia. Siempre se ha dicho que la historia la escriben los vencedores, pero
casi siempre también han pretendido disimular este hecho. En la etapa de la
eclosión de los nacionalismos los estados no tenían reparo alguno en
proclamarlo. Sirva como ejemplo el siguiente texto de Marcel Detienne citando a
Maurice Barrès:
‘He encontrado una disciplina en los
cementerios donde divagaban nuestros predecesores.’ La ‘patria francesa’ tiene
el deber de convencer a los ‘profesores’ de ‘juzgar las cosas como historiadores más que como metafísicos”.
Es a ellos a quienes corresponde ‘esta gran enseñanza nacional por la tierra y los muertos’
Esto equivale a suponer que
los historiadores deben estar al
“servicio de la patria” y que el resto es metafísica.
Una interesante reflexión para quienes pontifican sobre los” hechos” y la
“objetividad” de la Historia.
Un caso próximo lo
encontramos en un reciente artículo de Jordi Canal publicado por el diario ‘Economía
Digital’, en el que acusa a los historiadores catalanes –incluyendo ¡a Jaume Vicens
Vives!- de hacer “historia” al servicio de los intereses del nacionalismo
catalán. Si algo caracteriza precisamente a Jordi Canal es su descarnada
defensa del Estado español unitario. Asociado a ello está su planteamiento de
las guerras carlistas como fenómeno religioso, campesino o cualquier cosa menos
su relación con el sistema foral. Es una forma de “defenderse atacando” pero a
la que de inmediato se puede aplicar aquella máxima de Horacio que tanto
gustaba a Karl Marx: “Quid rides?. Mutato nomine de te fabula narratur”. Estás hablando de ti mismo.
Finalismo
Unido a la consideración de
la Historia como instrumento al servicio de los intereses políticos,
normalmente, de un Estado, está lo que se conoce como “finalismo”. Es un modo
de enfocar la narración histórica no como algo abierto y, en principio,
aleatorio, sino como algo que conduce inexorablemente a la realidad actual.
En nuestro caso se ha
repetido hasta la saciedad aquello del “evidente destino histórico de Navarra
como parte de España”. Se cita a Ximénez de Rada, a las Navas de Tolosa, a las
guerras civiles del siglo XV y… ¡a San Francisco Javier! para apoyar el
inequívoco destino español de Navarra. La historia francesa, escrita desde la
perspectiva del unitarismo parisino, está repleta de ejemplos en el mismo
sentido.
A pesar de no tener soporte
documental ni de tipo científico más allá de los conocimientos históricos y la
imaginación de quien las crea, son de gran valor la “ucronías”. Nos permiten
reconstruir un hipotético proceso histórico en el que las cosas podían haber ocurrido
de otro modo de cómo sucedieron. Con verosimilitud. En nuestro entorno próximo tenemos
dos recientes: Una de Héctor López Bofill, en la que especula sobre una
victoria catalana en la batalla de Muret (1213) y sus consecuencias sobre la
posterior evolución de Occitania, Francia, Aragón, Castilla y los Países
Catalanes. Y otra de Mikel Zuza Viniegra
sobre la evolución histórica de Navarra que en el intento de recuperación del
reino de octubre de 1512 hubiera salido
vencedor Juan de Labrit.
Son ejercicios de interés,
ya que abren la mente a posibilidades que no cuajaron pero que hubieran podido
ser. Y una mente abierta a imaginar otros destinos, otras perspectivas, tiene
una mejor capacidad de plantear para su patria un futuro de éxito. Por lo menos
no es una mente sumisa, sino libre.
Memoria
El historiador italiano Enzo
Traverso afirma:
“Ya que memoria e historia no están
separadas por barreras infranqueables sino que interaccionan permanentemente,
se deduce una relación privilegiada entre las memorias ‘fuertes’ y la escritura
de la historia. Cuanto más fuerte es la memoria –en términos de reconocimiento
público e institucional-, tanto más el pasado del que ella es vector llega a
ser susceptible de ser explorado y puesto en historia.”
Y el catalán Albert Balcells:
“La historia busca la objetividad y asume la complejidad y las
contradicciones humanas. En cambio, la memoria es subjetiva, simplificadora y
polarizada, pero eso no quiere decir que sea falsa. La historia comporta
contextualización, relativización y perspectiva o distanciamiento cronológico.
Es sabido hoy que la inteligencia es emocional y que, por tanto, toda dicotomía
es irreal en el ámbito del recuerdo del pasado. La memoria ya no se alimenta de
mitos como en los tiempos más antiguos, ni de leyendas como en los tiempos
medievales, sino que busca el soporte del conocimiento histórico. De aquí la
confluencia entre la memoria, materia prima de la identidad colectiva, y la
historia, que es una ciencia social. Como toda ciencia no es estática: está en
revisión permanente. Con el paso del tiempo la perspectiva histórica es móvil
y, así como el presente no se puede enfocar con los esquemas de hace cincuenta
años, tampoco el pasado permanece incólume a este cambio, no por una
contaminación de presentismo sino porque la perspectiva ha variado.
Memoria e historia presentan dos
aspectos de una misma realidad: los hechos sucedidos en el pasado a una
sociedad concreta. La historia –ciencia social y, por ello, relativamente objetiva-
habría de ser el soporte de la memoria –realidad más cercana al activismo
social-. En cualquier caso, memoria e historia interaccionan constantemente. La
memoria activa provoca investigaciones históricas y revisiones de documentos de
todo tipo. Pero también estas investigaciones pueden llevar a descubrir
aspectos, antes desconocidos, que reconstruyan la memoria histórica de una
sociedad
Una sociedad con memoria es una sociedad
viva y tiene capacidad de imaginar y
construir un futuro. Raymond Aron decía: “El pasado no está
definitivamente asentado más que cuando no hay porvenir”.
BIBLIOGRAFÍA
Arendt, Hannah. "Verdad
y mentira en la política". Barcelona, 2016. Página Indómita
Aron, Raymod. “Dimensions de la
conscience historique”. Paris
1964. Editions Plon
Balcells,
Albert. Introducción del libro. Pujol Enric & Queralt Solé
(eds.) “Una memòria compartida. Els llocs de memòria dels catalans
del nord i del sud”. Catarroja 2015. Editorial Afers.
Canal, Jordi. http://ideas.economiadigital.es/analisis-politico-y-social/los-historiadores-catalanes-y-el-relato-nacional_412203_102.html
Carr, E. H.. “¿Qué es la
historia?”. Barcelona 1973. Ed. Seix Barral.
Croce, Benedetto. “La
historia como hazaña de la libertad”. México 2005. F.C.E.
Detienne, Marcel. “L’identité national, une enigme”. Saint-Amand (Cher)
2010. Ed. Gallimard.
Le Goff, Jacques. ”Histoire et mémoire”. Paris 1988.
Éditions Gallimard.
López Bofill, Hèctor. “Germans del sud”. Barcelona 2017.
Edicions 62.
Traverso, Enzo. “Le passé, mode d’emploi, histoire, mémoire, politique”. Paris
2005. La fabrique éditions.
Zuza, Mikel, “Causa
perdida”. Iruñea-Pamplona 2015. Editorial Pamiela.
Artículo publicado en el número 13 (Año 2017) de la Revista GUREGANDIK del Centro de Estudios Arturo Campion
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