En
unas declaraciones a la prensa Juan Manuel Sánchez Gordillo, alcalde de
Marinaleda, afirmó hace unos días que, ante la agresividad de la ofensiva
neoliberal del PP, había que abandonar la independencia de España. “Debemos
solicitar –señaló- la incorporación voluntaria a algún Estado inequívocamente
socialista que nos defienda. Como, por ejemplo, Corea del Norte”.
También
me ha sorprendido Lidia Falcón al proponer que, dado el machismo galopante de
la sociedad española, iba a promover una solicitud formal a la ONU para la
supresión del estatus independiente de España y su absorción por un Estado,
como el sueco o el noruego, que garantizara la superación de las desigualdades
por razón de género.
Incluso,
barriendo por la red, he descubierto demandas que reivindican la disolución de
la soberanía de España por las actuaciones urbanísticas basadas en la
corrupción, la destrucción del territorio, la especulación y la política
antiecológica.
El
partido socialista hispano, siempre preocupado por el reparto justo de la
riqueza, estudia una ponencia que propone abandonar esa utopía fantasiosa del
federalismo, y adherirse como un cantón más a la confederación helvética (léase
Suiza), que, con miras al reparto, ¡esos sí que tienen riqueza!.
Junto
a estas situaciones, verdaderamente novedosas y revolucionarias, resulta
descorazonador que en nuestra comunidad haya todavía quien defienda la vía de
la independencia política como fórmula de afrontar las desigualdades y las situaciones
de opresión que los tiempos nos deparan. Como nos aclaran estos bregados
luchadores de la libertad, la solución más segura en estos campos de la
desigualdad y la conflictividad social está en el rechazo del marco estatal
propio y la integración en alguno ajeno, siempre más acreditado y solvente.
En
efecto, parece que nosotros pertenecemos a otra galaxia. Que vivimos
impermeables a lo que se considera normal en cualquier otro lugar del mundo. Al
pretender un Estado independiente, encontramos sectores que exigen la necesidad
previa de que nos constituyamos como una “Euskal Herria euskaldun, socialista,
feminista y ecologista” por lo menos.
Y
si no se cumplen esos requisitos, ¿qué pasa? ¿Renunciamos a la independencia?
¿Seguiremos, como hasta ahora, dependiendo de España y Francia y de sus
políticas arbitrarias y despóticas?
La
independencia, el logro del Estado vasco, se debe concretar sencillamente así:
independencia, Estado. Sin atributos. La pretensión de complementar estos
conceptos implica acotar, problematizar y reducir su alcance. La nación,
cualquier nación y por supuesto la nuestra, es amplia y muy variada. El Estado
es la herramienta para tratar de reconducir los problemas sociales desde una
perspectiva autocentrada, no dependiente de intereses extraños, extranjeros,
tantas veces opuestos a los de nuestro pueblo. Es evidente que en el esfuerzo
para alcanzar la aspiración a una sociedad euskaldun coincidiremos casi todos;
para hacerla no sexista también encontraremos mayorías abrumadoras. En otros
campos, seguro, habrá debates profundos, como en los asuntos relacionados con
la ecología; y, no digamos, con el “socialismo”. Pero para todo eso necesitamos
un Estado. Así, sin coletillas.
Hay
otro sector que se proclama también defensor de la nación vasca y que no se
pronuncia por los atributos, pero tampoco por el sujeto del enunciado, es decir
por el propio Estado. Ese es otro problema, y no menor. Necesitamos con
urgencia este instrumento y es precisa una hoja de ruta para acceder al mismo.
Para mayor desdicha, todo esto sucede sin debate público. ¿Vamos por el camino
acertado?
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