Al estudiar cualquier realidad social de una cierta envergadura, surge inmediatamente un concepto que hace referencia a la percepción que ese grupo humano tiene de sí mismo y es lo que se conoce como identidad. Según Paul Ricoeur la identidad presenta dos aspectos. Uno que constituye una perspectiva sincrónica, como si se hiciera un corte temporal en un momento dado, en la que la identidad se manifiesta en el reconocimiento mutuo de los miembros del grupo como partícipes del mismo, por oposición a los de otro. El segundo presenta una visión a lo largo del tiempo y está formado por la memoria societaria, de los hechos y lugares que consideran propios y que han constituido y constituyen la base de su percepción del mundo y de su lugar en el mismo.
Prescindir de uno de los dos aspectos establece el riesgo de percibir la realidad social de un modo parcial y limitado. Más todavía cuando no sólo se prescinde del segundo, la perspectiva de la memoria, sino que se la desprecia. En primer lugar, hay que decir con claridad que este menosprecio conlleva, por lo menos, dos consecuencias para la propia sociedad y que ambas son negativas.
El primer efecto es el lamentable ejercicio de autodesprecio que le sigue y que constituye una práctica totalmente opuesta a lo que una sociedad sometida, como la nuestra, requiere para alcanzar su emancipación. Una sociedad subordinada necesita autoestima y la autoestima se soporta sobre un conocimiento real del proceso histórico. El conocimiento requiere saber los hechos, pero también explicarlos y comprenderlos en el contexto geográfico y social en el que se desarrollaron.
La segunda consecuencia se percibe de modo sencillo si uno se percata de que en los aspectos identitarios, como en otros muchos de la vida social, no existen las “tierras de nadie”. Si una sociedad dominada no plantea su propia “memoria histórica”, de hechos y de lugares, ese espacio será automática e inmediatamente ocupado por los de la sociedad correspondiente a la estructura política dominante. Y así nos ha lucido el pelo a los vascos y al imaginario con el que se ha representado a nuestra sociedad. El vasco como bruto, aunque noble; un poco tonto, pero despierto para algunas labores; tal vez alguno, “versolari” y, sobre todo, fundamentalmente aldeano. Españoles y franceses, en cambio, reyes, generales, presidentes, científicos, literatos, músicos y pintores. Todo un ejemplo de intoxicación “no identitaria”.
Concretando. En un país como el nuestro dominado por dos estados de un probado unitarismo y absolutamente reacios a aceptar cualquier tipo de diversidad real dentro de sus fronteras, no hay otra opción que garantice nuestro futuro de modo digno que la de plantear un discurso de identidad propio. No basta con reflexionar sobre nuestra presente conciencia diferencial. Hay que apelar sin complejos a los hechos y lugares que nos han constituido como sociedad diferenciada, tanto en los que hemos tenido logros positivos como en los que hemos sido vencidos. Dice Walter Benjamín que la memoria de los derrotados injustamente es un elemento básico de reconstrucción democrática y que su pérdida constituye, en realidad, una segunda derrota. Lo que equivale a una nueva victoria de quienes se reclaman de la primera.
Dicho de otro modo: si no somos capaces de tener nuestro propio punto de vista, nuestra propia centralidad, geográfica o territorial sí, pero sobre todo histórica y social, adoptaremos indefectiblemente la de quienes a lo largo del proceso histórico conquistaron y ocuparon nuestro país, le arrebataron su soberanía, minoraron y persiguieron su lengua, cultura e instituciones políticas propias. Por eso resulta penosa la insistencia de algunos autodefinidos como “filósofos” en el rechazo de lo que ellos califican como “esencialismo identitario”, cuando su paradigma identitario se encuentra, a falta de uno propio, en el adoctrinamiento de los estados que padecemos: España y Francia. ¿A dónde iríamos sin los reyes godos y la reconquista, sin “saint Louis” ni “sainte Jeanne d’Arc”? ¿Cómo podríamos afrontar el futuro sin la jacobina “révolution” o sin la guerra de la “independencia”? Esos son los verdaderos esencialismos identitarios que tenemos como alternativa única a nuestra propia perspectiva de ubicación en la historia y en el mundo.
El proceso de construcción de la identidad es histórico y, como tal, cambiante y sometido a condiciones naturales, sociales y económicas en continua evolución y en el que se manifiestan intereses contrapuestos y conflictos permanentes. Pero en todo ese proceso, si la sociedad correspondiente tiene capacidad y fuerza suficiente, genera unas instituciones políticas y una cultura política propias. A pesar de conquistas y sustituciones institucionales, a pesar de la dominación, esa cultura caracteriza a dicha sociedad de modo bastante objetivo ante cualquier percepción foránea.
La realidad vasca presenta el caso evidente de una cultura política generada a lo largo de muchos siglos de independencia, a través del reino de Navarra. Una cultura caracterizada, entre otras cuestiones, por su permanente rebeldía frente a lo que el colectivo social ha considerado como situaciones injustas. Esto tiene una expresión histórica tan antigua como la de los Infanzones navarros del siglo XIII, los de Obanos como los más conocidos, frente a la cultura política franco-germana, mucho más jerarquizada y autoritaria, importada desde Champaña por los reyes Teobaldos. Pero también la tiene, muy reciente en el tiempo, en el movimiento de insumisión frente al servicio militar obligatorio al Estado español. En la misma línea pienso que se encuentran hechos como la inmediata constitución, desde la propia sociedad civil, de dos medios de comunicación nuevos, Berria y Gara, frente al arbitrario e injusto cierre de Egunkaria y Egin.
Los sesudos filósofos que tanto rumian sobre la invalidez de la memoria histórica a la hora de construir una sociedad y de plantear su futuro, deberían reflexionar sobre todos estos hechos y tratar de sacar conclusiones. Les ofrezco una idea que considero importante y que fue desarrollada recientemente por Joan F. Mira en un artículo publicado en Avui (2010/04/17). En el mismo, dice que los estados, sobre todo en Europa, han perdido, o renunciado, a muchas de sus atribuciones tradicionales, como moneda, política económica, militar etc., pero, afirma Mira, a lo que “no renuncia ningún Estado, sino todo lo contrario, son los elementos de carácter o contenido simbólico, cultural y comunicativo. Ningún Estado europeo está dispuesto a dejar de hacer su propia política cultural, su propia política lingüística y su propia gestión de los elementos simbólicos, ya sean fechas y conmemoraciones o personajes históricos, del arte o de la literatura: de todas las figuras, en fin, que se proyectan como emblema y representación del espacio nacional, dentro y fuera... A eso, ningún Estado puede ni quiere renunciar”.
Y todo eso ¿por qué? Está muy claro que la única forma de que una sociedad sea viable, con unas ciertas posibilidades de éxito y equilibrio, es que tenga cohesión social, que sea capaz de incorporar a tantos que vienen de fuera en unos valores compartidos, en una lengua vehicular principal y en una cultura. Los que llegan contribuirán a su evolución y, tal vez, mejora. Pero con unas cartas previamente marcadas; no partiendo de una tabla rasa social. Para lograrlo no veo otra solución que la del logro de un Estado propio, hecho que considero como la única opción realmente democrática en nuestra situación presente.
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