La peor colonización que puede sufrir un pueblo, una sociedad con un cierto nivel de autorreconocimiento, es la mental. Si las personas que forman un pueblo que históricamente ha manifestado su forma de ser y de estar en el mundo, pierden la capacidad de reconocerse como una realidad diferenciada de las de su entorno, tal sociedad se encuentra al borde de un enorme abismo.
Navarra, el Estado de los vascos, ha sufrido largos procesos de conquista, ocupación y dominio. Su pueblo ha resistido durante siglos a todo tipo de intentos de sustitución institucional y de imposición lingüística, cultural y política. Toda Navarra, toda Euskal Herria -el pueblo vasco-, resiste todavía a la imposición de los estados español y francés, aunque con un tremendo despiste sobre la realidad política en la que se basa tal dominio.
Nafarroa Osoak euskaldun guztiaren Estatuak, bere burujabea errekuperatu behar du.
Vasconia necesita la recuperación de su soberanía como primer elemento de su constitución democrática. Tanto desde el punto de vista de su propia organización interna como desde el de su participación solidaria en un mundo globalizado. Sin soberanía, sin un Estado de Navarra independiente en Europa y en el mundo, no puede haber democracia para Euskal Herria ni para el resto de naciones de su entorno, comenzando por España y Francia.
La convocatoria Noain 2009 pretende colaborar a suprimir la venda que ha tapado los ojos de los navarros durante tantos años y devolverles la capacidad de imaginarse independientes de Francia y de España, como una nación europea más. Libre como Holanda, Dinamarca o Portugal. Libre como sin duda lo serán, en un futuro próximo, Cataluña, Escocia y tantas otras.
La capacidad de imaginarnos en tal situación es un paso de gigante para el logro de nuestra libertad. El siguiente será la concreción política de tal ilusión. Si la consideramos posible, la desearemos con más fuerza. Nuestra sumisión a los retardatarios y antidemocráticos estados español y francés la convierte, además, en una necesidad.
Opiniones y puntos de vista sobre Navarra como perspectiva política de Euskal Herria y de la Vasconia histórica en el mundo actual y sobre cualquier aspecto que afecte al presente y futuro del planeta Tierra, su biodiversidad, y el papel de la inteligencia humana en todo ello, "Nos guste o no, estemos o no preparados, somos la mente y los guardianes del mundo vivo". (Edward O. Wilson)
27 mayo 2009
21 mayo 2009
DEMOCRACIA E IDENTIDAD
Tomo como punto de partida para estas reflexiones un texto que José Luis Orella Unzué publicó recientemente en diversos medios de comunicación (Noticias de Gipuzkoa de 5 de mayo y Gara de 8 del mismo mes) que comienza con una afirmación desafortunada. El contenido de esta frase condensa de manera clara lo que considero como dos de los principales fallos sobre los que se constituye la actividad política en nuestro país en la actualidad, por lo menos desde las posiciones vistas como nacionales. Más adelante, en el mismo trabajo, aparece otra proposición en la que quedan perfectamente reflejadas las bases, discutibles, sobre las que se apoyan gran parte de las ideas que sustentan el modo de aproximarse en nuestro país al concepto de identidad.
Democracia, mayorías y minorías
La primera proposición dice textualmente:
En mi opinión es difícil decirlo más claro con menos palabras. Analizando el texto por partes voy a comenzar por la segunda. Orella habla de “un modo de lucha contra una identidad minoritaria utilizando la violencia de una identidad mayoritaria”. Estaría de acuerdo si Orella hablara del conflicto entre la identidad soportada por una población de “menor peso demográfico” frente a la violencia de otra con “mayor peso”. Pero me resulta muy difícil de aceptar si entra, como lo hace Orella, en el juego de “minorías y mayorías”.
Me explico. Si un grupo humano admite que es una “minoría” con relación a otro que, automáticamente, se constituye en “mayoría”, está aceptando de manera implícita su pertenencia y supeditación al segundo. Y eso creo que, si tiene clara conciencia de su propia identidad distinta, no debe ser aceptado nunca, ya que de ese modo, debe acatar sus reglas y entra, tal vez sin plena consciencia, en la vía sin salida democrática de la subordinación y del dominio.
Una nación como la nuestra, que ha sido conquistada, ocupada y dominada, no puede aceptar las reglas de juego impuestas por un sistema político basado precisamente en su minoración y constitución en “parte de otra”. Navarra, a través de su reino, constituyó un Estado en plenitud soberana. Sus instituciones fueron aniquiladas en la zona que dominaron los franceses y, sustituidas o subordinadas profundamente en la ocupada por los españoles, eso sí, dentro de las limitaciones que siempre ha manifestado el poder español, menos fuerte que el francés.
Por todo ello, si nuestra nación persiste en la voluntad de seguir siendo sujeto político en el mundo, y muchos pensamos que la tiene, nunca podrá definirse como una “minoría” dentro de la “mayoría” española o francesa. En nuestra sociedad, en nuestro pueblo, nosotros los nacionales somos por definición mayoría. Tal es el único planteamiento que, en mi opinión, nos puede permitir afrontar el futuro político con la autoestima alta y, de este modo, responder con eficacia política y posibilidades reales de éxito a los retos planteados en el mundo actual.
Nosotros no somos españoles ni franceses. Por lo mismo, no somos, como les gustaría a ellos y lo reflejan en la práctica cotidiana y en sus constituciones políticas, minorías residuales dentro de su mayoría, “progresista, generosa y benefactora”, por supuesto. Somos elementos agregados por la fuerza y con aspiración a (re)constituir nuestra propia mayoría.
De aquí se deduce que los procesos constituyentes de ambos estados, basados en la soberanía unitaria e indiscutible de sus respectivos pueblos que, por otra parte, dividen arbitraria y violentamente al nuestro, conforman unos marcos sociales y políticos en los que no existimos realmente y que, por el mero hecho de negarnos una existencia efectiva, no pueden ser democráticos.
Es decir que el gobierno de Francisco López no puede ser democrático simplemente por el hecho de que haya sido resultado de unas votaciones en las que subyace una farsa infinita. La trampa tiene un principio, ya citado, que se basa en el poder constituyente de los pueblos español y francés, que a nosotros se nos niega, y para el que no existimos como sujeto político; pero no tiene un fin previsible, salvo que tengamos la capacidad social y política de romper el nexo, de cortarlo de raíz; como el famoso “nudo gordiano”.
Podemos hablar de la división territorial y humana de nuestra nación, tan “democráticamente” pactada en 1200, 1512 o 1620, principalmente. Podemos, también, contar las “hazañas” realizadas sobre nuestro pueblo por la llamada Revolución francesa o escribir sobre las guerras carlistas en las que, también por “acuerdos, pactos y consensos”, se nos arrebataron los restos del régimen político propio, llamado Sistema Foral. En ningún caso debemos olvidar el franquismo ni el infame proceso de la mal llamada “transición democrática”, tras la muerte del general, en la que se consolidaron todos los logros políticos de la dictadura.
El resto: las detenciones arbitrarias, las torturas, los cierres de medios de comunicación, las leyes de partidos, las prohibiciones de candidaturas, los portazos a Ibarretxe con su “plan” o su “consulta”, y tantos otros, son simples apéndices, consecuencias, de esa radical falta de democracia del régimen político que impera en el Estado español. Otro tanto se puede afirmar de la parte francesa.
En la actual situación no se puede hablar, como hace creo que con buena intención Orella Unzué, de “democracia cuantitativa”. La democracia es una cualidad, no una cantidad y no se mide por el hecho de que se pueda votar o no. También se podía votar en tiempos de Franco, por tercios familiares, sindicales… ¡o de Flandes!. Por no hablar del podrido sistema partitocrático que rige actualmente los destinos del Estado español o de la corrupción generalizada de sus políticos.
En resumen, la introducción de Orella ofrece un compendio claro y didáctico de dos de los principales errores asumidos por quienes dicen ser “clase política vasca”: en primer lugar, considerarnos como “minoría” frente a españoles o franceses, que serían en ese caso “mayoría” y, en segundo, aceptar como democráticos los actuales regimenes políticos de ambos estados. De no rectificar pronto tales errores y acomodar de manera acorde nuestra práctica política, podemos derivar a un callejón sin otra salida que la asimilación. De hecho, su aceptación, nos está llevando rápidamente, al borde de un precipicio del que será muy difícil salir con posibilidades de supervivencia.
Sólo la conciencia de la necesidad de un Estado propio, en Europa y en el mundo, y la capacidad estratégica de luchar por él y de conseguirlo, ofrecen la posibilidad de no hundirnos en el abismo, de ser mayoría en el propio país, y ofrecer una solución realmente democrática a nuestra nación y a las de nuestro entorno, empezando entre ellas por España y Francia.
Sobre el concepto de identidad
Como he citado anteriormente, Orella Unzué plantea en el mismo trabajo otra frase que considero también de mucho calado y que me da pie a una reflexión sobre el concepto de identidad. Esta segunda frase refleja, en mi opinión con justeza, posiciones que sobre el mismo se expresan, con excesiva simplicidad, desde muchas posiciones consideradas como abertzales. En su enunciado Orella afirma que (el ser humano)
De entrada resulta curioso el análisis a que somete Orella a partes que son constituyentes básicos de cualquier identidad, con la evidente intención de poder ir eliminando elementos sucesivos, como si fueran capas de una cebolla, para quedarse con lo básico, con el cogollo. Creo que de la cebolla se pueden seguir quitando capas, una tras otra, hasta quedarse sin nada, sin cebolla. La cebolla, como la identidad, no tiene núcleo.
No creo que el orden en que plantea Orella la sucesiva eliminación de capas cebollinas equivalga a la mayor o menor importancia de las mismas en la definición de la identidad de un pueblo. Cada sociedad humana tendrá un orden específico y diferente del de otras. Raro sería encontrar dos grupos humanos en los que coincidiera el orden de importancia de las capas identitarias.
En mi opinión, la miga del asunto consiste en que tienen que estar todas, ya que, además, están tan adheridas entre sí, que si eliminamos una podemos arrancar jirones de otra, de modo que, al final, ambas quedarán inservibles. La identidad no se forma como suma de elementos disjuntos sino que constituye una totalidad de características dependientes unas de otras y que en su conjunto, en su suma y en sus interrelaciones, determinan la cultura social y política, la forma de ser y de estar en el mundo, de cada sociedad concreta, de cada pueblo.
La primera y, en mi opinión excesiva, afirmación de Orella dice que (el ser humano) ”podrá renunciar a su geografía…” Veamos, el autor está afirmando que un pueblo puede renunciar a su “geografía” o lo que es lo mismo, a su territorio. Poder, está claro que puede, pero si lo hace deja de ser pueblo, se esfuma como sociedad y dimite como nación. La territorialidad es un elemento fundamental en la configuración de cualquier pueblo, sociedad o nación.
Para empezar, el territorio es el país. Todas las sociedades humanas no sólo mantienen una estrecha relación con su territorio, sino que experimentan un permanente flujo de recreación y simbiosis con el mismo. El trozo de tierra sobre el que se asienta permanentemente un grupo humano conforma muchos aspectos de su organización social, básicamente del trabajo y la propiedad, pero, a su vez, la propia organización social construye el paisaje y ordena el territorio. Ambas están en permanente modificación recíproca y no existe una sociedad estable sin territorio. El paisaje es esa síntesis de población y territorio que lo hace habitable y permite el desarrollo social.
El territorio es por supuesto el marco en el que se desarrolla cada sociedad y las relaciones ecológicas globales entre los seres vivos que lo habitan y las estructuras del terreno; tanto morfológicamente como desde el punto de vista del clima. Los territorios con mar y montañas, los que son llanos o se ven surcados por ríos y lagos, presentan sociedades con características diferentes. Lo mismo sucede con los que gozan de un clima húmedo y suave o los que padecen climas extremos. No se puede caer en un determinismo geográfico o climático, pero tampoco debe minusvalorarse la influencia que ejercen ambos factores sobre la cultura y organización de los pueblos.
El territorio permite la ordenación de la sociedad y su administración. Posibilita la existencia práctica de una organización política, más tarde Estado, que constituye la concreción del poder de pueblo para permitir su supervivencia y garantizar que lo haga concertadamente. Para defender su sociedad de agresiones externas. Para ordenar sus propios recursos, sus bienes, de manera que pueda optimizar el trabajo sobre los mismos, transformarlos, obtener resultados aceptables socialmente y redistribuirlos más o menos equitativamente.
Otro de los elementos identitarios de enorme importancia es el idioma. Quienes en nuestro país toman la lengua como base prácticamente exclusiva de la identidad propia, pienso que incurren en otro tipo de simplificación y que conforma nuevo e importante error. Los que afirman que “mi lengua es mi patria”, no se percatan de que si ese idioma no tiene unos hablantes que lo usan en un conjunto grupal que habita sobre un territorio determinado y con unas funciones sociales concretas, es algo destinado a la minoración, al empobrecimiento, a la dialectización, a la sustitución por las lenguas de las sociedades dominantes, esas sí con dominio territorial, y, al final, abocado a la extinción.
Tenemos el caso judío. Los judíos se han autoconsiderado durante largos siglos como un “pueblo” exiliado, una sociedad en la diáspora. En unos casos habrán sufrido por tal situación más que en otros, pero nunca lograron una normalidad política. Su aspiración máxima era, lógicamente, la consecución de su propio territorio, una tierra donde construir un Estado normal y corriente y al que acudir para habitarlo y formar una sociedad al uso. Una vez conseguida la tierra, lo primero que hicieron fue normalizar una lengua. No voy a entrar en los resultados alcanzados por el Estado de Israel, una vez constituido, sino simplemente constatar la necesidad del territorio para desarrollar cualquier sociedad normalizada, por lo menos en nuestro entorno geopolítico.
Una lengua sin territorio, sin cultura social y política, sin la organización fundamental que ya se ha dicho, el Estado, constituye un elemento minorizado que podrá sobrevivir unos cuantos años, cada vez menos, pero que tiene un destino marcado indefectiblemente: la extinción. Además, una lengua, con todo lo importante que pueda ser como marca de identidad y de forma de ser, de ver y actuar en el mundo, fuera de un contexto social y político queda arrumbada y sin sentido, como cualquier otro atributo identitario que se desgaje del conjunto.
Otros muchos elementos forman parte de la identidad, en cada situación unos prevalecerán sobre otros, pero siempre forman una totalidad, un conjunto indisoluble, en que si se quita una pieza, se desmorona el edificio. En la exposición de Orella percibo asimismo un exceso de planteamientos biologicistas, como cuando habla de “su cuerpo”, “sus cualidades fisiológicas y psíquicas”, como base identitaria. Es evidente que, de modo semejante a los atributos relativos a geografía y clima, no se pueden despreciar ni arrojar por la borda, pero que hay que relativizarlos e integrarlos en el conjunto.
Conclusión
Hoy en día todos los estados constituidos, y que ejercen como tales en nuestro entorno, tienen cada vez más clara la necesidad de reivindicar, incluso reinventar, su propia identidad como un factor básico de cohesión social. Los problemas derivados de la globalización y de las migraciones provocadas por las consecuencias sociales y económicas del dominio y control sobre los países llamados del tercer o cuarto mundos, han reforzado un proceso que se inició cuando el Estado nación comenzó a ejercer su fuerza para nacionalizar las sociedades bajo su dominio, es decir el siglo XIX.
Las naciones subordinadas que aspiran a tener su puesto en el concierto internacional como sujeto político, con nombre y apellidos, con voz y voto, debemos tener claro que el acceso a un Estado propio es condición indispensable para lograrlo. Al mismo tiempo la capacidad social y política necesaria para forzar a los estados dominantes, español y francés en nuestro caso, exige una cohesión social muy fuerte y para ello es imprescindible tener clara la constitución de su identidad particular, de conocer e interpretar la propia historia y patrimonio en general.
El esfuerzo es enorme pues exige una labor que normalmente viene dada “gratis” desde los estados constituidos, a través del sistema educativo, de los medios de comunicación etc., mientras que en nuestro caso y otros semejantes, como el de Cataluña por ejemplo, los estados ejercen con eficacia esa función, pero a favor de su propia identidad y en contra de la nuestra. En cualquier caso es necesario efectuarlo por nuestra parte.
No obstante, lo anterior tampoco es suficiente. La labor de reconstrucción identitaria es un punto de partida que permitirá a la sociedad la toma de conciencia de su realidad, tergiversada cuando no totalmente negada. Esa toma de conciencia debería conducir al desacomplejamiento (¡sí, podemos!) y al alza de la autoestima. A partir de ahí entra en juego una acción política capaz de canalizar la fuerza social necesaria para conseguir el objetivo que pueda garantizarle una existencia sin sobresaltos, una existencia en la que sus elementos básicos no estén permanentemente puestos en cuestión y a expensas, por ejemplo, de unas elecciones controladas y manipuladas por la metrópoli de turno.
A modo de conclusión podemos afirmar que la clarificación de la identidad propia, en su sentido pleno, es un elemento básico para cualquier pueblo en el mundo actual y, mucho más aún para una sociedad sometida. Además constituye el factor básico para plantear con posibilidades de éxito la lucha por su emancipación. Sin soberanía no hay democracia y una sociedad subordinada no puede ser democrática. Lo peor que puede suceder a una sociedad sometida es que llegue a considerarse “minoría” dentro de la “mayoría” de la dominante.
El camino es, en teoría, sencillo: identidad, autoestima, emancipación y soberanía, resumida en el logro del Estado propio. Este podrá ser, a su vez, el garante eficaz del desarrollo de una identidad sin sobresaltos, en una sociedad democrática. En la práctica, se prevé costoso y erizado de dificultades, con unos adversarios muy fuertes y expertos en dominaciones y expolios, pero nos jugamos nuestro propio ser colectivo y, por lo mismo, el de cada persona en su plenitud. Merece la pena el esfuerzo.
Democracia, mayorías y minorías
La primera proposición dice textualmente:
"El nuevo Gobierno socialista de Patxi López con apoyo del Partido Popular es democrático, pero el reconocimiento de su democracia cuantitativa no nos debe impedir afirmar que es un modo de lucha contra una identidad minoritaria, utilizando la violencia de una identidad mayoritaria."
En mi opinión es difícil decirlo más claro con menos palabras. Analizando el texto por partes voy a comenzar por la segunda. Orella habla de “un modo de lucha contra una identidad minoritaria utilizando la violencia de una identidad mayoritaria”. Estaría de acuerdo si Orella hablara del conflicto entre la identidad soportada por una población de “menor peso demográfico” frente a la violencia de otra con “mayor peso”. Pero me resulta muy difícil de aceptar si entra, como lo hace Orella, en el juego de “minorías y mayorías”.
Me explico. Si un grupo humano admite que es una “minoría” con relación a otro que, automáticamente, se constituye en “mayoría”, está aceptando de manera implícita su pertenencia y supeditación al segundo. Y eso creo que, si tiene clara conciencia de su propia identidad distinta, no debe ser aceptado nunca, ya que de ese modo, debe acatar sus reglas y entra, tal vez sin plena consciencia, en la vía sin salida democrática de la subordinación y del dominio.
Una nación como la nuestra, que ha sido conquistada, ocupada y dominada, no puede aceptar las reglas de juego impuestas por un sistema político basado precisamente en su minoración y constitución en “parte de otra”. Navarra, a través de su reino, constituyó un Estado en plenitud soberana. Sus instituciones fueron aniquiladas en la zona que dominaron los franceses y, sustituidas o subordinadas profundamente en la ocupada por los españoles, eso sí, dentro de las limitaciones que siempre ha manifestado el poder español, menos fuerte que el francés.
Por todo ello, si nuestra nación persiste en la voluntad de seguir siendo sujeto político en el mundo, y muchos pensamos que la tiene, nunca podrá definirse como una “minoría” dentro de la “mayoría” española o francesa. En nuestra sociedad, en nuestro pueblo, nosotros los nacionales somos por definición mayoría. Tal es el único planteamiento que, en mi opinión, nos puede permitir afrontar el futuro político con la autoestima alta y, de este modo, responder con eficacia política y posibilidades reales de éxito a los retos planteados en el mundo actual.
Nosotros no somos españoles ni franceses. Por lo mismo, no somos, como les gustaría a ellos y lo reflejan en la práctica cotidiana y en sus constituciones políticas, minorías residuales dentro de su mayoría, “progresista, generosa y benefactora”, por supuesto. Somos elementos agregados por la fuerza y con aspiración a (re)constituir nuestra propia mayoría.
De aquí se deduce que los procesos constituyentes de ambos estados, basados en la soberanía unitaria e indiscutible de sus respectivos pueblos que, por otra parte, dividen arbitraria y violentamente al nuestro, conforman unos marcos sociales y políticos en los que no existimos realmente y que, por el mero hecho de negarnos una existencia efectiva, no pueden ser democráticos.
Es decir que el gobierno de Francisco López no puede ser democrático simplemente por el hecho de que haya sido resultado de unas votaciones en las que subyace una farsa infinita. La trampa tiene un principio, ya citado, que se basa en el poder constituyente de los pueblos español y francés, que a nosotros se nos niega, y para el que no existimos como sujeto político; pero no tiene un fin previsible, salvo que tengamos la capacidad social y política de romper el nexo, de cortarlo de raíz; como el famoso “nudo gordiano”.
Podemos hablar de la división territorial y humana de nuestra nación, tan “democráticamente” pactada en 1200, 1512 o 1620, principalmente. Podemos, también, contar las “hazañas” realizadas sobre nuestro pueblo por la llamada Revolución francesa o escribir sobre las guerras carlistas en las que, también por “acuerdos, pactos y consensos”, se nos arrebataron los restos del régimen político propio, llamado Sistema Foral. En ningún caso debemos olvidar el franquismo ni el infame proceso de la mal llamada “transición democrática”, tras la muerte del general, en la que se consolidaron todos los logros políticos de la dictadura.
El resto: las detenciones arbitrarias, las torturas, los cierres de medios de comunicación, las leyes de partidos, las prohibiciones de candidaturas, los portazos a Ibarretxe con su “plan” o su “consulta”, y tantos otros, son simples apéndices, consecuencias, de esa radical falta de democracia del régimen político que impera en el Estado español. Otro tanto se puede afirmar de la parte francesa.
En la actual situación no se puede hablar, como hace creo que con buena intención Orella Unzué, de “democracia cuantitativa”. La democracia es una cualidad, no una cantidad y no se mide por el hecho de que se pueda votar o no. También se podía votar en tiempos de Franco, por tercios familiares, sindicales… ¡o de Flandes!. Por no hablar del podrido sistema partitocrático que rige actualmente los destinos del Estado español o de la corrupción generalizada de sus políticos.
En resumen, la introducción de Orella ofrece un compendio claro y didáctico de dos de los principales errores asumidos por quienes dicen ser “clase política vasca”: en primer lugar, considerarnos como “minoría” frente a españoles o franceses, que serían en ese caso “mayoría” y, en segundo, aceptar como democráticos los actuales regimenes políticos de ambos estados. De no rectificar pronto tales errores y acomodar de manera acorde nuestra práctica política, podemos derivar a un callejón sin otra salida que la asimilación. De hecho, su aceptación, nos está llevando rápidamente, al borde de un precipicio del que será muy difícil salir con posibilidades de supervivencia.
Sólo la conciencia de la necesidad de un Estado propio, en Europa y en el mundo, y la capacidad estratégica de luchar por él y de conseguirlo, ofrecen la posibilidad de no hundirnos en el abismo, de ser mayoría en el propio país, y ofrecer una solución realmente democrática a nuestra nación y a las de nuestro entorno, empezando entre ellas por España y Francia.
Sobre el concepto de identidad
Como he citado anteriormente, Orella Unzué plantea en el mismo trabajo otra frase que considero también de mucho calado y que me da pie a una reflexión sobre el concepto de identidad. Esta segunda frase refleja, en mi opinión con justeza, posiciones que sobre el mismo se expresan, con excesiva simplicidad, desde muchas posiciones consideradas como abertzales. En su enunciado Orella afirma que (el ser humano)
"podrá renunciar a su geografía, a su religión, a su carnet político, pero no podrá hacerlo a su naturaleza, a su herencia, a su cuerpo, a sus cualidades fisiológicas y psíquicas."
De entrada resulta curioso el análisis a que somete Orella a partes que son constituyentes básicos de cualquier identidad, con la evidente intención de poder ir eliminando elementos sucesivos, como si fueran capas de una cebolla, para quedarse con lo básico, con el cogollo. Creo que de la cebolla se pueden seguir quitando capas, una tras otra, hasta quedarse sin nada, sin cebolla. La cebolla, como la identidad, no tiene núcleo.
No creo que el orden en que plantea Orella la sucesiva eliminación de capas cebollinas equivalga a la mayor o menor importancia de las mismas en la definición de la identidad de un pueblo. Cada sociedad humana tendrá un orden específico y diferente del de otras. Raro sería encontrar dos grupos humanos en los que coincidiera el orden de importancia de las capas identitarias.
En mi opinión, la miga del asunto consiste en que tienen que estar todas, ya que, además, están tan adheridas entre sí, que si eliminamos una podemos arrancar jirones de otra, de modo que, al final, ambas quedarán inservibles. La identidad no se forma como suma de elementos disjuntos sino que constituye una totalidad de características dependientes unas de otras y que en su conjunto, en su suma y en sus interrelaciones, determinan la cultura social y política, la forma de ser y de estar en el mundo, de cada sociedad concreta, de cada pueblo.
La primera y, en mi opinión excesiva, afirmación de Orella dice que (el ser humano) ”podrá renunciar a su geografía…” Veamos, el autor está afirmando que un pueblo puede renunciar a su “geografía” o lo que es lo mismo, a su territorio. Poder, está claro que puede, pero si lo hace deja de ser pueblo, se esfuma como sociedad y dimite como nación. La territorialidad es un elemento fundamental en la configuración de cualquier pueblo, sociedad o nación.
Para empezar, el territorio es el país. Todas las sociedades humanas no sólo mantienen una estrecha relación con su territorio, sino que experimentan un permanente flujo de recreación y simbiosis con el mismo. El trozo de tierra sobre el que se asienta permanentemente un grupo humano conforma muchos aspectos de su organización social, básicamente del trabajo y la propiedad, pero, a su vez, la propia organización social construye el paisaje y ordena el territorio. Ambas están en permanente modificación recíproca y no existe una sociedad estable sin territorio. El paisaje es esa síntesis de población y territorio que lo hace habitable y permite el desarrollo social.
El territorio es por supuesto el marco en el que se desarrolla cada sociedad y las relaciones ecológicas globales entre los seres vivos que lo habitan y las estructuras del terreno; tanto morfológicamente como desde el punto de vista del clima. Los territorios con mar y montañas, los que son llanos o se ven surcados por ríos y lagos, presentan sociedades con características diferentes. Lo mismo sucede con los que gozan de un clima húmedo y suave o los que padecen climas extremos. No se puede caer en un determinismo geográfico o climático, pero tampoco debe minusvalorarse la influencia que ejercen ambos factores sobre la cultura y organización de los pueblos.
El territorio permite la ordenación de la sociedad y su administración. Posibilita la existencia práctica de una organización política, más tarde Estado, que constituye la concreción del poder de pueblo para permitir su supervivencia y garantizar que lo haga concertadamente. Para defender su sociedad de agresiones externas. Para ordenar sus propios recursos, sus bienes, de manera que pueda optimizar el trabajo sobre los mismos, transformarlos, obtener resultados aceptables socialmente y redistribuirlos más o menos equitativamente.
Otro de los elementos identitarios de enorme importancia es el idioma. Quienes en nuestro país toman la lengua como base prácticamente exclusiva de la identidad propia, pienso que incurren en otro tipo de simplificación y que conforma nuevo e importante error. Los que afirman que “mi lengua es mi patria”, no se percatan de que si ese idioma no tiene unos hablantes que lo usan en un conjunto grupal que habita sobre un territorio determinado y con unas funciones sociales concretas, es algo destinado a la minoración, al empobrecimiento, a la dialectización, a la sustitución por las lenguas de las sociedades dominantes, esas sí con dominio territorial, y, al final, abocado a la extinción.
Tenemos el caso judío. Los judíos se han autoconsiderado durante largos siglos como un “pueblo” exiliado, una sociedad en la diáspora. En unos casos habrán sufrido por tal situación más que en otros, pero nunca lograron una normalidad política. Su aspiración máxima era, lógicamente, la consecución de su propio territorio, una tierra donde construir un Estado normal y corriente y al que acudir para habitarlo y formar una sociedad al uso. Una vez conseguida la tierra, lo primero que hicieron fue normalizar una lengua. No voy a entrar en los resultados alcanzados por el Estado de Israel, una vez constituido, sino simplemente constatar la necesidad del territorio para desarrollar cualquier sociedad normalizada, por lo menos en nuestro entorno geopolítico.
Una lengua sin territorio, sin cultura social y política, sin la organización fundamental que ya se ha dicho, el Estado, constituye un elemento minorizado que podrá sobrevivir unos cuantos años, cada vez menos, pero que tiene un destino marcado indefectiblemente: la extinción. Además, una lengua, con todo lo importante que pueda ser como marca de identidad y de forma de ser, de ver y actuar en el mundo, fuera de un contexto social y político queda arrumbada y sin sentido, como cualquier otro atributo identitario que se desgaje del conjunto.
Otros muchos elementos forman parte de la identidad, en cada situación unos prevalecerán sobre otros, pero siempre forman una totalidad, un conjunto indisoluble, en que si se quita una pieza, se desmorona el edificio. En la exposición de Orella percibo asimismo un exceso de planteamientos biologicistas, como cuando habla de “su cuerpo”, “sus cualidades fisiológicas y psíquicas”, como base identitaria. Es evidente que, de modo semejante a los atributos relativos a geografía y clima, no se pueden despreciar ni arrojar por la borda, pero que hay que relativizarlos e integrarlos en el conjunto.
Conclusión
Hoy en día todos los estados constituidos, y que ejercen como tales en nuestro entorno, tienen cada vez más clara la necesidad de reivindicar, incluso reinventar, su propia identidad como un factor básico de cohesión social. Los problemas derivados de la globalización y de las migraciones provocadas por las consecuencias sociales y económicas del dominio y control sobre los países llamados del tercer o cuarto mundos, han reforzado un proceso que se inició cuando el Estado nación comenzó a ejercer su fuerza para nacionalizar las sociedades bajo su dominio, es decir el siglo XIX.
Las naciones subordinadas que aspiran a tener su puesto en el concierto internacional como sujeto político, con nombre y apellidos, con voz y voto, debemos tener claro que el acceso a un Estado propio es condición indispensable para lograrlo. Al mismo tiempo la capacidad social y política necesaria para forzar a los estados dominantes, español y francés en nuestro caso, exige una cohesión social muy fuerte y para ello es imprescindible tener clara la constitución de su identidad particular, de conocer e interpretar la propia historia y patrimonio en general.
El esfuerzo es enorme pues exige una labor que normalmente viene dada “gratis” desde los estados constituidos, a través del sistema educativo, de los medios de comunicación etc., mientras que en nuestro caso y otros semejantes, como el de Cataluña por ejemplo, los estados ejercen con eficacia esa función, pero a favor de su propia identidad y en contra de la nuestra. En cualquier caso es necesario efectuarlo por nuestra parte.
No obstante, lo anterior tampoco es suficiente. La labor de reconstrucción identitaria es un punto de partida que permitirá a la sociedad la toma de conciencia de su realidad, tergiversada cuando no totalmente negada. Esa toma de conciencia debería conducir al desacomplejamiento (¡sí, podemos!) y al alza de la autoestima. A partir de ahí entra en juego una acción política capaz de canalizar la fuerza social necesaria para conseguir el objetivo que pueda garantizarle una existencia sin sobresaltos, una existencia en la que sus elementos básicos no estén permanentemente puestos en cuestión y a expensas, por ejemplo, de unas elecciones controladas y manipuladas por la metrópoli de turno.
A modo de conclusión podemos afirmar que la clarificación de la identidad propia, en su sentido pleno, es un elemento básico para cualquier pueblo en el mundo actual y, mucho más aún para una sociedad sometida. Además constituye el factor básico para plantear con posibilidades de éxito la lucha por su emancipación. Sin soberanía no hay democracia y una sociedad subordinada no puede ser democrática. Lo peor que puede suceder a una sociedad sometida es que llegue a considerarse “minoría” dentro de la “mayoría” de la dominante.
El camino es, en teoría, sencillo: identidad, autoestima, emancipación y soberanía, resumida en el logro del Estado propio. Este podrá ser, a su vez, el garante eficaz del desarrollo de una identidad sin sobresaltos, en una sociedad democrática. En la práctica, se prevé costoso y erizado de dificultades, con unos adversarios muy fuertes y expertos en dominaciones y expolios, pero nos jugamos nuestro propio ser colectivo y, por lo mismo, el de cada persona en su plenitud. Merece la pena el esfuerzo.
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10 mayo 2009
PUEBLO Y CIUDADANÍA
Pueblos “y” ciudadanos. También podemos decir pueblo “o” ciudadanía; todo depende del contexto político sobre el que hablemos. Pachi López ha prometido su cargo, de representante del Estado en el territorio sobre el que tiene jurisdicción, la llamada en la actual organización política del mismo Comunidad Autónoma del país vasco o Euskadi, sobre su estatuto, es decir sobre un texto que, además de justificar su subordinación, es, en la práctica, papel mojado. Y lo ha hecho ante los representantes de la “ciudadanía vasca”.
La cruda realidad es que hoy y aquí no existe tal “ciudadanía vasca”. La ciudadanía es un concepto de la modernidad asociado al conjunto de derechos, libertades y garantías de las personas y, por supuesto también, de sus obligaciones, deberes y compromisos. Pero ¿ante quién? Y ahí surge el problema de fondo. Es un asunto que escuece. Y mucho. Es el Estado el que conforma el concepto de ciudadano. Es él quien garantiza sus derechos y libertades y es él quien tiene capacidad legal y, en teoría, legítima de exigirles sus deberes y obligaciones.
Aquí y ahora no existe una “ciudadanía vasca”. ¿Por qué? Porque no existe un Estado vasco. Los únicos estados que tienen jurisdicción sobre los territorios actualmente habitados por los vascos son el español y el francés. Esto implica que los vascos nunca somos “ciudadanos vascos” sino siempre “ciudadanos españoles” o “franceses”. Es decir, que en la organización unitaria de ambos estados, los vascos no existimos como sujeto político, por mucho que su propaganda, sobre todo la española, pretenda convencernos de algo que no es sino una simple mentira: que sus entes autonómicos constituyen entidades con poder real. En todo caso son subordinadas a sus poderes reales, legislativo y ejecutivo, con los que topan siempre, y en última instancia con el judicial representado por sus inefables Audiencia Nacional o Tribunal Constitucional. Nos pretenden vender una mercancía averiada.
Las actuales instituciones “vascas”, o “navarras”, no cumplen ninguno de los requisitos citados. Ofrecen servicios (aunque no todos), sí, pero no garantizan derechos ni libertades; es el Estado quien los establece, quien los define y otorga el marco en que se constituyen, en las jurisdicciones española y francesa. Todo esto se percibe aún con más claridad al hablar de obligaciones y compromisos. ¿Qué sociedad normal plantea que sus ciudadanos tengan el deber de conocer y hablar el idioma oficial de quien los conquistó y ocupa? ¿Qué país democrático juzga a sus propios ciudadanos por delitos de opinión, los tortura o les cierra medios de comunicación? Los dos portazos que recibió Ibarretxe por parte de las instituciones del Estado español: el Congreso de Diputados ante su famoso Plan y, directamente, el Ejecutivo ante su Consulta, muestran con nitidez la amarga realidad y dónde radica el soporte y ejercicio de la ciudadanía y la democracia. Al no existir tal “ciudadanía vasca”, no hay derechos ni obligaciones propias, sino los derivados de la pertenencia, forzosa por cierto, a los Estados a que estamos subordinados.
En este sentido resulta esclarecedor el artículo publicado en Diario Vasco de 9 de mayo por Luis Haranburu Altuna bajo el título Ciudadanos bajo el árbol. Al margen de su apología de la laicidad (supuesta, como veremos más adelante) de la promesa de Pachi López, Haranburu expresa con claridad meridiana lo que acabo de exponer cuando afirma: “la soberanía reside en el pueblo español y parece claro que dicho colectivo no es sino la suma de todos los ciudadanos españoles”. Y un poco más adelante: “una cosa es la ciudadanía política y otra la pertenencia cultural”. Además, añade: “Las provincias hermanas del País Vasco francés e incluso Navarra (¡gracias, Luis, por acordarte de nosotros!) forman parte de la Euskal Herria cultural, que en su día se expresaba en euskera (¿ya no? ¿y por qué, Luis?), pero dicha entidad no existe ni ha existido, jamás, en su calidad de comunidad política”.
La contraposición que hace Haranburu entre “pueblo” o “ciudadanía” responde a una realidad fuerte, reconoce que los vascos constituimos un “pueblo”, pero que tal entidad no tiene un valor constituyente. Por cierto, ¿por qué para los españoles o franceses sus pueblos respectivos lo son, y para nosotros no? ¿Hay pueblos de primera división y pueblos de segunda? ¿No le llamaban a eso racismo?
Además Haranburu Altuna incurre en un grueso error histórico (¿intencionado?) al afirmar que Euskal Herria no ha existido “jamás” en su calidad de comunidad política. ¿Y los largos siglos, desde el IX, de existencia y ejercicio de poder del reino de Navarra, qué fueron? Tal vez un “error histórico” que españoles y franceses bien cuidaron de corregir con procedimientos de ´”diálogo” y “persuasión”, tanto en 1200 como en 1512 o en 1620.
Creo que en nuestro caso, más se debe hablar de pueblo ”y” ciudadanía. De un pueblo, el vasco, que aspira a alcanzar para su población el estatus de ciudadanía que le otorgará, una vez recuperado, el Estado de Navarra. Como ya se ha dicho, para españoles y franceses son sus respectivos pueblos los elementos constituyentes de su soberanía y organización política en estados reconocidos. Reitero, ¿en virtud de qué principio unos sí y otros no? Máxime cuando sus modos de asimilación social y de delimitación de fronteras han sido de todo tipo menos democráticos. Ya dice Will Kymlicka (*) que en los actuales estados se puede discutir democráticamente cualquier asunto salvo, precisamente, la delimitación de su marco, de sus fronteras.
La cuestión, citada muy recientemente de modo simple y directo por Xabier Arzalluz, cuando afirmó que Pachi López suprimió el término ‘pueblo’ y lo sustituyó por el de ‘ciudadanía’ de su fórmula para asumir el cargo en Gernika, con el objetivo de evitar ‘el problema de la autodeterminación’, consiste en que el pueblo, cualquier pueblo con capacidad de ejercer como tal, tiene poder constituyente. Una “ciudadanía” diluida en el conjunto de otro pueblo, el español o el francés en nuestro caso, no. Y no le falta razón.
No es de recibo, tampoco, la genuflexión con besamanos en la que Pachi López ha inclinado, con servidumbre digna de épocas históricas premodernas, la cerviz ante la corona, ante la monarquía que rige los destinos del Estado español por designio de Franco. Todo muy progresista, anticonvencional y laico. Pero monárquico.
Por cierto, antes he hablado de la “supuesta laicidad” de López y Haranburu y la contrapongo a la afirmación que el segundo hace en el texto del Diario Vasco ya citado, cuando afirma: “Se ha dicho, con razón, que el nacionalismo es una suerte de religión política”. Estoy de acuerdo con tal planteamiento: la religión de Pachi López y de Haranburu Altuna es su nacionalismo español. Por eso ni el juramento de López en Gernika ni las posiciones de quienes lo defienden fueron, ni son, laicas. Profesan esa religión profundamente enraizada en la cultura política de las naciones que han hecho de la conquista y el expolio su forma de vida: el nacionalismo puro y duro. España y Francia, por ejemplo.
(*) Kymlicka, Will. Fronteras territoriales, Madrid, 2006. Editorial Trotta.
Texto firmado por Luis Mª Martinez Garate y Angel Rekalde
La cruda realidad es que hoy y aquí no existe tal “ciudadanía vasca”. La ciudadanía es un concepto de la modernidad asociado al conjunto de derechos, libertades y garantías de las personas y, por supuesto también, de sus obligaciones, deberes y compromisos. Pero ¿ante quién? Y ahí surge el problema de fondo. Es un asunto que escuece. Y mucho. Es el Estado el que conforma el concepto de ciudadano. Es él quien garantiza sus derechos y libertades y es él quien tiene capacidad legal y, en teoría, legítima de exigirles sus deberes y obligaciones.
Aquí y ahora no existe una “ciudadanía vasca”. ¿Por qué? Porque no existe un Estado vasco. Los únicos estados que tienen jurisdicción sobre los territorios actualmente habitados por los vascos son el español y el francés. Esto implica que los vascos nunca somos “ciudadanos vascos” sino siempre “ciudadanos españoles” o “franceses”. Es decir, que en la organización unitaria de ambos estados, los vascos no existimos como sujeto político, por mucho que su propaganda, sobre todo la española, pretenda convencernos de algo que no es sino una simple mentira: que sus entes autonómicos constituyen entidades con poder real. En todo caso son subordinadas a sus poderes reales, legislativo y ejecutivo, con los que topan siempre, y en última instancia con el judicial representado por sus inefables Audiencia Nacional o Tribunal Constitucional. Nos pretenden vender una mercancía averiada.
Las actuales instituciones “vascas”, o “navarras”, no cumplen ninguno de los requisitos citados. Ofrecen servicios (aunque no todos), sí, pero no garantizan derechos ni libertades; es el Estado quien los establece, quien los define y otorga el marco en que se constituyen, en las jurisdicciones española y francesa. Todo esto se percibe aún con más claridad al hablar de obligaciones y compromisos. ¿Qué sociedad normal plantea que sus ciudadanos tengan el deber de conocer y hablar el idioma oficial de quien los conquistó y ocupa? ¿Qué país democrático juzga a sus propios ciudadanos por delitos de opinión, los tortura o les cierra medios de comunicación? Los dos portazos que recibió Ibarretxe por parte de las instituciones del Estado español: el Congreso de Diputados ante su famoso Plan y, directamente, el Ejecutivo ante su Consulta, muestran con nitidez la amarga realidad y dónde radica el soporte y ejercicio de la ciudadanía y la democracia. Al no existir tal “ciudadanía vasca”, no hay derechos ni obligaciones propias, sino los derivados de la pertenencia, forzosa por cierto, a los Estados a que estamos subordinados.
En este sentido resulta esclarecedor el artículo publicado en Diario Vasco de 9 de mayo por Luis Haranburu Altuna bajo el título Ciudadanos bajo el árbol. Al margen de su apología de la laicidad (supuesta, como veremos más adelante) de la promesa de Pachi López, Haranburu expresa con claridad meridiana lo que acabo de exponer cuando afirma: “la soberanía reside en el pueblo español y parece claro que dicho colectivo no es sino la suma de todos los ciudadanos españoles”. Y un poco más adelante: “una cosa es la ciudadanía política y otra la pertenencia cultural”. Además, añade: “Las provincias hermanas del País Vasco francés e incluso Navarra (¡gracias, Luis, por acordarte de nosotros!) forman parte de la Euskal Herria cultural, que en su día se expresaba en euskera (¿ya no? ¿y por qué, Luis?), pero dicha entidad no existe ni ha existido, jamás, en su calidad de comunidad política”.
La contraposición que hace Haranburu entre “pueblo” o “ciudadanía” responde a una realidad fuerte, reconoce que los vascos constituimos un “pueblo”, pero que tal entidad no tiene un valor constituyente. Por cierto, ¿por qué para los españoles o franceses sus pueblos respectivos lo son, y para nosotros no? ¿Hay pueblos de primera división y pueblos de segunda? ¿No le llamaban a eso racismo?
Además Haranburu Altuna incurre en un grueso error histórico (¿intencionado?) al afirmar que Euskal Herria no ha existido “jamás” en su calidad de comunidad política. ¿Y los largos siglos, desde el IX, de existencia y ejercicio de poder del reino de Navarra, qué fueron? Tal vez un “error histórico” que españoles y franceses bien cuidaron de corregir con procedimientos de ´”diálogo” y “persuasión”, tanto en 1200 como en 1512 o en 1620.
Creo que en nuestro caso, más se debe hablar de pueblo ”y” ciudadanía. De un pueblo, el vasco, que aspira a alcanzar para su población el estatus de ciudadanía que le otorgará, una vez recuperado, el Estado de Navarra. Como ya se ha dicho, para españoles y franceses son sus respectivos pueblos los elementos constituyentes de su soberanía y organización política en estados reconocidos. Reitero, ¿en virtud de qué principio unos sí y otros no? Máxime cuando sus modos de asimilación social y de delimitación de fronteras han sido de todo tipo menos democráticos. Ya dice Will Kymlicka (*) que en los actuales estados se puede discutir democráticamente cualquier asunto salvo, precisamente, la delimitación de su marco, de sus fronteras.
La cuestión, citada muy recientemente de modo simple y directo por Xabier Arzalluz, cuando afirmó que Pachi López suprimió el término ‘pueblo’ y lo sustituyó por el de ‘ciudadanía’ de su fórmula para asumir el cargo en Gernika, con el objetivo de evitar ‘el problema de la autodeterminación’, consiste en que el pueblo, cualquier pueblo con capacidad de ejercer como tal, tiene poder constituyente. Una “ciudadanía” diluida en el conjunto de otro pueblo, el español o el francés en nuestro caso, no. Y no le falta razón.
No es de recibo, tampoco, la genuflexión con besamanos en la que Pachi López ha inclinado, con servidumbre digna de épocas históricas premodernas, la cerviz ante la corona, ante la monarquía que rige los destinos del Estado español por designio de Franco. Todo muy progresista, anticonvencional y laico. Pero monárquico.
Por cierto, antes he hablado de la “supuesta laicidad” de López y Haranburu y la contrapongo a la afirmación que el segundo hace en el texto del Diario Vasco ya citado, cuando afirma: “Se ha dicho, con razón, que el nacionalismo es una suerte de religión política”. Estoy de acuerdo con tal planteamiento: la religión de Pachi López y de Haranburu Altuna es su nacionalismo español. Por eso ni el juramento de López en Gernika ni las posiciones de quienes lo defienden fueron, ni son, laicas. Profesan esa religión profundamente enraizada en la cultura política de las naciones que han hecho de la conquista y el expolio su forma de vida: el nacionalismo puro y duro. España y Francia, por ejemplo.
(*) Kymlicka, Will. Fronteras territoriales, Madrid, 2006. Editorial Trotta.
Texto firmado por Luis Mª Martinez Garate y Angel Rekalde
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03 mayo 2009
UNA REFLEXIÓN SOBRE LA PRENSA PROPIA
Los domingos suelo leer el suplemento "Zazpika" del diario Gara. Hoy me he encontrado en el mismo con dos "perlas" que me han producido tristeza. El nivel de colonización mental en que nos encontramos es francamente preocupante.
La primera es la referencia que realiza en su sección de Agenda-ocio a las "Visitas teatralizadas a la villa amurallada de Labraza". Como dice en el texto "fue declarada el año pasado Mejor Ciudad Amurallada del Mundo". En la fotografía se perciben sus murallas con dos pendones, el de Navarra y el de Castilla , pero en el texto no aparece ninguna referencia a su historia real. Da la sensación de que, como se nos contó desde ETB cuando le otorgaron el premio, Labraza era "tierra de nadie". La realidad es que hasta su conquista por parte de Castilla, con motivo de la ocupación de La Sonsierra hacia 1461, era una villa navarra. Y ésto no se dice en un medio de comunicación "vasco".
Angel Rekalde publicó en Berria un esclarecedor artículo al respecto (2008/11/04) en el que se denunciaba el mal camino que seguimos si no somos capaces de valorar y reivindicar nuestro propio patrimonio.
La segunda perla es el titular de un precioso reportaje, sobre todo fotográfico, sobre La Dordoña. Me parece una terrible falta de respeto escribir como subtítulo "Un paseo por la Edad Media francesa". ¿Qué tiene de francesa La Dordoña, aparte de su ocupación y dominio? Cuando en Muret, Murèth en occitano, fue derrotado en 1213 el ejército occitano-catalano-aragonés por Simon de Monfort a las órdenes del rey de Francia, se perdió una oportunidad histórica de gran importancia y los territorios de la lengua de Oc pasaron a formar parte de los dominios franceses.
Entre ellos se encuentra La Dordoña. ¿Francesa? Por el "justo derecho de conquista". Hay que cuidar mucho los términos empleados, máxime cuando tal territorio se encuentra próximo al hinterland navarro histórico.
La primera es la referencia que realiza en su sección de Agenda-ocio a las "Visitas teatralizadas a la villa amurallada de Labraza". Como dice en el texto "fue declarada el año pasado Mejor Ciudad Amurallada del Mundo". En la fotografía se perciben sus murallas con dos pendones, el de Navarra y el de Castilla , pero en el texto no aparece ninguna referencia a su historia real. Da la sensación de que, como se nos contó desde ETB cuando le otorgaron el premio, Labraza era "tierra de nadie". La realidad es que hasta su conquista por parte de Castilla, con motivo de la ocupación de La Sonsierra hacia 1461, era una villa navarra. Y ésto no se dice en un medio de comunicación "vasco".
Angel Rekalde publicó en Berria un esclarecedor artículo al respecto (2008/11/04) en el que se denunciaba el mal camino que seguimos si no somos capaces de valorar y reivindicar nuestro propio patrimonio.
La segunda perla es el titular de un precioso reportaje, sobre todo fotográfico, sobre La Dordoña. Me parece una terrible falta de respeto escribir como subtítulo "Un paseo por la Edad Media francesa". ¿Qué tiene de francesa La Dordoña, aparte de su ocupación y dominio? Cuando en Muret, Murèth en occitano, fue derrotado en 1213 el ejército occitano-catalano-aragonés por Simon de Monfort a las órdenes del rey de Francia, se perdió una oportunidad histórica de gran importancia y los territorios de la lengua de Oc pasaron a formar parte de los dominios franceses.
Entre ellos se encuentra La Dordoña. ¿Francesa? Por el "justo derecho de conquista". Hay que cuidar mucho los términos empleados, máxime cuando tal territorio se encuentra próximo al hinterland navarro histórico.
ESTAMOS EN EL SIGLO XXI
Realmente me resulta difícil aceptar que se pueda plantear, aquí y ahora, una opción dinástica como salida democrática a la dura situación de Euskal Herria en el momento actual. La única posibilidad real de emancipación pienso que debe surgir de la fuerza social del mismo pueblo, sin buscar legitimidades monárquicas, o de cualquier otro tipo, sustitutorias de su propia capacidad.
Es evidente que no se puede hablar, en abstracto, de formas de gobierno, pero ese es un debate de otras épocas históricas. Hoy las monarquías no sólo son formas obsoletas, sino que, principalmente, conllevan un estigma de origen. No existen legitimidades "de origen". Tal planteamiento suena al rancio tradicionalismo de Vázquez de Mella con su teoría de la doble legitimidad, "de origen" y "de ejercicio". Por mucho que una determinada familia descienda, genéticamente, de una dinastía que reinó en el Estado navarro, ese origen no tiene validez alguna en nuestra época. Más aún cuando su aparición acontece tras un silencio de siglos.
La única legitimidad real procede de un pueblo con conciencia y voluntad de serlo. Todo lo demás nos encierra en una reivindicación legitimista decimonónica y que sólo nos conduce a una posición inviable desde un punto de vista democrático y que, además, nos llevaría a un desprestigio político fácil de utilizar por nuestros tradicionales enemigos.
Nadie puede reemplazar a la propia sociedad, al propio pueblo, y a su fuerza. Máxime cuando en este caso sus representantes no constituyen precisamente un modelo de conocimiento de sus orígenes, historia y perspectivas universales; y sé de lo que estoy hablando. Considero que su intromisión es puro oportunismo y, como ya se ha dicho, utilizable con facilidad en contra de nuestra libertad.
Cuando los vascos logremos recuperar nuestro Estado independiente, Navarra, podremos plantearnos, si hay quien lo propone, nuestra forma de gobierno. Si será una república (confederada, federal, unitaria o cualquier otra) o una monarquía. Pero eso constituye, en todo caso, un debate posterior.
Mientras tanto tiene que ser el pueblo el que lleve la iniciativa.
Osoa.net
Es evidente que no se puede hablar, en abstracto, de formas de gobierno, pero ese es un debate de otras épocas históricas. Hoy las monarquías no sólo son formas obsoletas, sino que, principalmente, conllevan un estigma de origen. No existen legitimidades "de origen". Tal planteamiento suena al rancio tradicionalismo de Vázquez de Mella con su teoría de la doble legitimidad, "de origen" y "de ejercicio". Por mucho que una determinada familia descienda, genéticamente, de una dinastía que reinó en el Estado navarro, ese origen no tiene validez alguna en nuestra época. Más aún cuando su aparición acontece tras un silencio de siglos.
La única legitimidad real procede de un pueblo con conciencia y voluntad de serlo. Todo lo demás nos encierra en una reivindicación legitimista decimonónica y que sólo nos conduce a una posición inviable desde un punto de vista democrático y que, además, nos llevaría a un desprestigio político fácil de utilizar por nuestros tradicionales enemigos.
Nadie puede reemplazar a la propia sociedad, al propio pueblo, y a su fuerza. Máxime cuando en este caso sus representantes no constituyen precisamente un modelo de conocimiento de sus orígenes, historia y perspectivas universales; y sé de lo que estoy hablando. Considero que su intromisión es puro oportunismo y, como ya se ha dicho, utilizable con facilidad en contra de nuestra libertad.
Cuando los vascos logremos recuperar nuestro Estado independiente, Navarra, podremos plantearnos, si hay quien lo propone, nuestra forma de gobierno. Si será una república (confederada, federal, unitaria o cualquier otra) o una monarquía. Pero eso constituye, en todo caso, un debate posterior.
Mientras tanto tiene que ser el pueblo el que lleve la iniciativa.
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01 mayo 2009
ESTADO PROPIO DESDE UNA PERSPECTIVA CATALANA
Es evidente que, desde el punto de vista de la reflexión política por lo menos, Cataluña nos saca muchas traineras de ventaja. Mucho me gustaría encontrar en alguna publicación realizada en nuestro país con un nivel parecido al pequeño (por tamaño), pero grande (por el contenido) trabajo publicado recientemente por el profesor de Derecho Constitucional Hèctor López Bofill. Se trata de una reflexión, tan seria y profunda como clara y sencilla, sobre la oportunidad y necesidad de un Estado propio en el momento actual para Cataluña. Pienso que, por obvias similitudes históricas, sociales y políticas, para nosotros también.
Sus planteamientos responden en gran parte a la necesidad de desmontar las falacias que nos intentan vender quienes disfrutan de su Estado propio sobre la no necesidad de tal institución y por su superación en el actual contexto de globalización. El libro es un alegato, muy bien construido, sobre las funciones de los estados en la actual situación de nuestro planeta y la necesidad de uno propio en el caso de los Países Catalanes y, añado de mi cosecha, en el nuestro.
El cuestionamiento radical que López Bofill hace sobre la absoluta falta de democracia en la delimitación de las mugas, de las fronteras, de los estados actualmente constituidos en nuestro entorno, como herederas directas de los logros territoriales de los estados absolutistas precedentes, es otra de las aportaciones de gran interés de la obra comentada.
López Bofill cita con frecuencia los trabajos de Will Kymlicka, tratadista canadiense de gran importancia en estos asuntos. Una de las consideraciones de Kymlicka, que retoma López Bofill, se refiere a la contradicción que supone que las llamadas democracias occidentales acepten la discusión de cualquier aspecto de su organización interna salvo el más importante: el marco humano y territorial en el que se desarrolla su organización. Este es asumido como eterno e inmutable, parece transparente a la mirada de quien lo contempla.
Hay una cuestión en la que no puedo manifestar mi total acuerdo con López Bofill y se trata del modo en que plantea la posible solución del conflicto. En los casos de Montenegro y Kosovo parece bastante claro que el sujeto, tanto en el contexto territorial como en el de la población, no era discutido. Por el contrario, en el caso de Navarra tal marco ha sido previamente desvirtuado, precisamente por los procedimientos no democráticos originarios del Antiguo Régimen antes citados y aceptados sin ninguna crítica por sus actuales herederos, los sedicentes estados “democráticos”.
López Bofill se manifiesta contrario al uso de la violencia como método para lograr la independencia, la soberanía, el Estado propio en suma. El problema, desde mi punto de vista, consiste en un uso devaluado del concepto de violencia. La violencia real, la de los estados dominantes, se produce en las fases de conquista y ocupación y se sigue manifestando durante las etapas de su consolidación y mantenimiento. Lo que se conoce como “violencia” de los grupos que utilizan el llamado “terrorismo”, individual y testimonial, no alcanza el nivel estratégico suficiente para ser considerada como válida actualmente en el camino de la emancipación. Los estados dominantes la asumen sin problemas graves, ya que el coste que produce en su estructura es muy débil. Además, la utilización que hacen de la misma, del dolor innecesario que provoca, sobre todo a través de su propaganda a nivel internacional, conlleva el efecto contrario y se manifiesta, con claridad, como opuesta a los intereses de la nación sometida, la nuestra en este caso.
La fuerza, realmente efectiva, capaz de doblegar la voluntad de los estados dominantes, sólo puede venir de la capacidad de la propia sociedad ocupada, de su movilización, de su insumisión y rebeldía. Tal violencia, efectiva y real, es el único factor que puede conducir, al final, a su ingobernabilidad y, por ello, a posibilitar su emancipación. No existen procedimientos vicarios o delegados. Al margen de la capacidad de la propia sociedad, del pueblo en suma, no hay organizaciones “armadas” ni vías “políticas” que aceptan sin crítica el sistema político impuesto, aptos para su consecución.
Sin rechazar la necesaria movilización de la sociedad cívica, López Bofill defiende procedimientos basados en la utilización del sistema “democrático” de los estados ocupantes. El problema es que tal sistema, fundamentado en nuestro caso en la unidad de la soberanía respectiva de las naciones española y francesa, organiza los marcos electorales de acuerdo con sus intereses y con el objetivo principal de que desde su interior nunca podamos, ni catalanes ni vascos, acceder a “mayorías” capaces de un cambio real. Esta es una de las múltiples trampas que nos acechan y que se manifiestan en nuestra realidad política cotidiana. Si la movilización social es capaz de crear una masa crítica suficiente con la idea clara de la necesidad estratégica del logro de un Estado propio como el objetivo político a conseguir, las tácticas concretas de confrontación con los estados dominantes podrán incluir múltiples variantes, incluso, sin sacralizarlas y desde el mayor escepticismo, el uso de sus propios sistemas electorales.
El balance del libro de López Bofill es, en mi opinión, positivo y manifiesta, en primer lugar, la radical falta de democracia de los estados actualmente constituidos en nuestro entorno, tanto del español como del francés. En segundo, expresa la necesidad de un Estado propio como principio democrático y garantía de la consecución de unas sociedades centradas y equilibradas, ni sometidas ni expoliadas; unas sociedades democráticas y solidarias, unas sociedades libres, en suma.
Como conclusión, pienso que López Bofill ha elaborado un trabajo para leer con reposo y para reflexionar. Y, sobre todo, para obrar en consecuencia. Aquí y ahora, en Cataluña y en Navarra, como ya he indicado, considero que la primera exigencia democrática es la (re)constitución del Estado propio respectivo. En ambos casos sus estados históricos fueron sometidos y subordinados por la estructura política castellano-española en diferentes, pero siempre largos y complejos, procesos históricos. En ambos, a pesar de todo, gran parte de su contenido nacional, como la lengua y cultura social y política propias, continuó activo e incluso, por lo menos en nuestro caso, mantuvo vivas residualmente parte de sus estructuras propias y la reivindicación de su plenitud.
Unas sociedades como la vasca o la catalana, fuertes y con conciencia de ser sujeto político en los apasionantes avatares y retos del mundo actual, no tienen otra opción democrática que la consecución de su propio Estado. En esa pelea se encuentra López Bofill; y muchos de nosotros también, por supuesto. Sería muy interesante y práctico disponer, como de tantos otros libros producidos desde los Países Catalanes, de traducciones al euskera y al español.
Referencia bibliográfica:
López Bofill, Hèctor
“Nous estats i principi democràtic”
Barcelona 2009
Angle Editorial
Sus planteamientos responden en gran parte a la necesidad de desmontar las falacias que nos intentan vender quienes disfrutan de su Estado propio sobre la no necesidad de tal institución y por su superación en el actual contexto de globalización. El libro es un alegato, muy bien construido, sobre las funciones de los estados en la actual situación de nuestro planeta y la necesidad de uno propio en el caso de los Países Catalanes y, añado de mi cosecha, en el nuestro.
El cuestionamiento radical que López Bofill hace sobre la absoluta falta de democracia en la delimitación de las mugas, de las fronteras, de los estados actualmente constituidos en nuestro entorno, como herederas directas de los logros territoriales de los estados absolutistas precedentes, es otra de las aportaciones de gran interés de la obra comentada.
López Bofill cita con frecuencia los trabajos de Will Kymlicka, tratadista canadiense de gran importancia en estos asuntos. Una de las consideraciones de Kymlicka, que retoma López Bofill, se refiere a la contradicción que supone que las llamadas democracias occidentales acepten la discusión de cualquier aspecto de su organización interna salvo el más importante: el marco humano y territorial en el que se desarrolla su organización. Este es asumido como eterno e inmutable, parece transparente a la mirada de quien lo contempla.
Hay una cuestión en la que no puedo manifestar mi total acuerdo con López Bofill y se trata del modo en que plantea la posible solución del conflicto. En los casos de Montenegro y Kosovo parece bastante claro que el sujeto, tanto en el contexto territorial como en el de la población, no era discutido. Por el contrario, en el caso de Navarra tal marco ha sido previamente desvirtuado, precisamente por los procedimientos no democráticos originarios del Antiguo Régimen antes citados y aceptados sin ninguna crítica por sus actuales herederos, los sedicentes estados “democráticos”.
López Bofill se manifiesta contrario al uso de la violencia como método para lograr la independencia, la soberanía, el Estado propio en suma. El problema, desde mi punto de vista, consiste en un uso devaluado del concepto de violencia. La violencia real, la de los estados dominantes, se produce en las fases de conquista y ocupación y se sigue manifestando durante las etapas de su consolidación y mantenimiento. Lo que se conoce como “violencia” de los grupos que utilizan el llamado “terrorismo”, individual y testimonial, no alcanza el nivel estratégico suficiente para ser considerada como válida actualmente en el camino de la emancipación. Los estados dominantes la asumen sin problemas graves, ya que el coste que produce en su estructura es muy débil. Además, la utilización que hacen de la misma, del dolor innecesario que provoca, sobre todo a través de su propaganda a nivel internacional, conlleva el efecto contrario y se manifiesta, con claridad, como opuesta a los intereses de la nación sometida, la nuestra en este caso.
La fuerza, realmente efectiva, capaz de doblegar la voluntad de los estados dominantes, sólo puede venir de la capacidad de la propia sociedad ocupada, de su movilización, de su insumisión y rebeldía. Tal violencia, efectiva y real, es el único factor que puede conducir, al final, a su ingobernabilidad y, por ello, a posibilitar su emancipación. No existen procedimientos vicarios o delegados. Al margen de la capacidad de la propia sociedad, del pueblo en suma, no hay organizaciones “armadas” ni vías “políticas” que aceptan sin crítica el sistema político impuesto, aptos para su consecución.
Sin rechazar la necesaria movilización de la sociedad cívica, López Bofill defiende procedimientos basados en la utilización del sistema “democrático” de los estados ocupantes. El problema es que tal sistema, fundamentado en nuestro caso en la unidad de la soberanía respectiva de las naciones española y francesa, organiza los marcos electorales de acuerdo con sus intereses y con el objetivo principal de que desde su interior nunca podamos, ni catalanes ni vascos, acceder a “mayorías” capaces de un cambio real. Esta es una de las múltiples trampas que nos acechan y que se manifiestan en nuestra realidad política cotidiana. Si la movilización social es capaz de crear una masa crítica suficiente con la idea clara de la necesidad estratégica del logro de un Estado propio como el objetivo político a conseguir, las tácticas concretas de confrontación con los estados dominantes podrán incluir múltiples variantes, incluso, sin sacralizarlas y desde el mayor escepticismo, el uso de sus propios sistemas electorales.
El balance del libro de López Bofill es, en mi opinión, positivo y manifiesta, en primer lugar, la radical falta de democracia de los estados actualmente constituidos en nuestro entorno, tanto del español como del francés. En segundo, expresa la necesidad de un Estado propio como principio democrático y garantía de la consecución de unas sociedades centradas y equilibradas, ni sometidas ni expoliadas; unas sociedades democráticas y solidarias, unas sociedades libres, en suma.
Como conclusión, pienso que López Bofill ha elaborado un trabajo para leer con reposo y para reflexionar. Y, sobre todo, para obrar en consecuencia. Aquí y ahora, en Cataluña y en Navarra, como ya he indicado, considero que la primera exigencia democrática es la (re)constitución del Estado propio respectivo. En ambos casos sus estados históricos fueron sometidos y subordinados por la estructura política castellano-española en diferentes, pero siempre largos y complejos, procesos históricos. En ambos, a pesar de todo, gran parte de su contenido nacional, como la lengua y cultura social y política propias, continuó activo e incluso, por lo menos en nuestro caso, mantuvo vivas residualmente parte de sus estructuras propias y la reivindicación de su plenitud.
Unas sociedades como la vasca o la catalana, fuertes y con conciencia de ser sujeto político en los apasionantes avatares y retos del mundo actual, no tienen otra opción democrática que la consecución de su propio Estado. En esa pelea se encuentra López Bofill; y muchos de nosotros también, por supuesto. Sería muy interesante y práctico disponer, como de tantos otros libros producidos desde los Países Catalanes, de traducciones al euskera y al español.
Referencia bibliográfica:
López Bofill, Hèctor
“Nous estats i principi democràtic”
Barcelona 2009
Angle Editorial
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