Centrar o plantear adecuadamente un problema, en el sentido de ajustarlo fielmente a su objeto, sus incógnitas y requerimientos, constituye más de la mitad del camino para lograr su resolución.
La encrucijada en que se desenvuelve nuestra sociedad en la etapa presente requiere precisamente ese ejercicio de “centrar el problema”. Los datos que cotidianamente recibimos a través de las actuaciones de los estados español y francés con relación a nuestro pueblo no son precisamente proclives a la garantía, en el presente o en el inmediato futuro, de un estatus firme con desarrollo libre y pleno de su personalidad en todos los niveles: social, lingüístico, cultural, económico.
Por el contrario, son los intereses foráneos quienes marcan las hojas de ruta que nuestra sociedad, cuarteada territorial, administrativa y políticamente, se ve obligada a seguir. No planteo, en este momento, asuntos relacionados con el transporte o las infraestructuras como aeropuertos, ferrocarriles, carreteras y puertos. Tampoco los lingüísticos y culturales, o los de bienestar social en general como sanidad, educación y vivienda, ni los que afectan a sectores como la agricultura, pesca o industria. Menos aun los relacionados con lo que se conoce, de manera reducida y superficial, como “política” (partidos, campañas electorales, coaliciones...)
Me voy a centrar en dos problemas que atañen directamente al núcleo de cualquier sociedad que se pretenda democrática. El primero se refiere a la libertad de expresión y asociación. El segundo, a esa lacra de la humanidad que es la tortura.
El tristemente famoso macroproceso 18/98 ha dejado al aire las vergüenzas del régimen político que impera en España. Mucho, casi todo, se ha dicho y escrito sobre el procedimiento incoado: falta de pruebas, acusaciones genéricas, imputaciones arbitrarias y sobre todo el sofisma que supone igualar judicialmente, por coincidencia de fines (políticos), a quienes practican atentados y quienes no lo hacen y se sirven exclusivamente de cauces como la movilización social, la insumisión o la desobediencia civil. No voy a repetir argumentos; intentaré sacar conclusiones.
Los últimos episodios de torturas y el descaro y chulería manifestados por los responsables políticos de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado español que incurriendo conscientemente en claras contradicciones las asumen y ratifican, muestran de modo todavía más descarnado la auténtica faz de su régimen político.
El análisis de ambas realidades nos debe conducir a “centrar el problema”. No se trata de “extralimitaciones” del poder judicial, en el primer caso, o del ejecutivo, en el segundo. Se trata más bien de la cruda expresión de su completa “no-democracia”. No son “déficits democráticos”, son su ausencia total. Y ésta es una cuestión radicalmente política.
Ante esta situación deberíamos de una vez por todas asumir la necesidad de separarnos de ese cuerpo en descomposición que es el Estado español, rehacer la unidad de nuestra sociedad, asumir nuestra capacidad como sujeto político y plantearnos, con toda seriedad y también con todas las consecuencias, como objetivo estratégico acceder al estatus de Estado independiente, en Europa y en el mundo.
Las características de nuestra sociedad, sobre todo su conciencia nacional diferenciada de España y Francia, nos permiten definir el proyecto realista de este objetivo en un plazo no muy largo. Nuestra cultura política, patrimonio del único Estado independiente creado por los vascos, Navarra, viva a pesar de siglos de imposición y dominio, constituye un elemento de primer orden de cara a su consecución.
Hay quienes proponen otra alternativa, en teoría también democrática, que consistiría en la “conversión” de España, es decir del Estado español, y del francés también por supuesto, en una democracia en forma de estado confederal con aceptación del derecho a la secesión, con inequívoco reconocimiento de los derechos de expresión y asociación, con acoso, erradicación y penalización total de la tortura etc. Personalmente considero esta opción claramente inviable. Nuestra abrumadora minoría demográfica y el hondo nacionalismo que impregna hasta la médula la sociedad española la convierten en utópica y más alejada de la realidad política que el logro de nuestra independencia, a pesar de poder contar con los catalanes como aliados en tal proceso. En todo caso, también es posible, y deseable, coordinar con ellos los esfuerzos emancipadores para nuestra liberación simultánea.
Por otra parte, las reivindicaciones parciales, de objetivos limitados, como pueden ser la “amnistía”, el “stop a la tortura”, el “reconocimiento” de los partidos políticos “ilegalizados” por el más que ilegítimo régimen que gobierna hoy el estado español, son formas de plantear nuestros conflictos que, en mi opinión, sólo pueden recuperar su profundo sentido democrático a través de la consecución del Estado independiente propio como objetivo inmediato.
Pienso que “centrar el problema” consiste en otorgarle su dimensión política en el ámbito internacional y plantear nuestra independencia como una conquista democrática de primer orden. Posiblemente la única capaz de garantizar nuestra continuidad creativa y solidaria en el mundo. Opino, también, que deberán ser radicalmente políticos los medios para conseguirla. Es evidente que dicha batalla deberá resolverse en un campo no marcado por los intereses de los estados que actualmente nos controlan con toda su legislación (“leyes de partidos” o “sistemas electorales”, por ejemplo), su regulación arbitraria de derechos, sus sistemas educativos y de propaganda y su poder ejecutivo, sino en el de la profunda relación de fuerzas sociales. Por supuesto que en esta estrategia se podrán utilizar también los medios que otorga su propio sistema, pero siendo siempre conscientes de sus limitaciones y los fines para los que han sido creados.
Creo que cuanto más se demore el debate y la práctica necesarios para la consecución de la República de Navarra más graves serán nuestros problemas. Y que la democracia estará más lejos de Europa, incluidas por supuesto España y Francia.
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