Tras leer el estimulante artículo con el que nos despertó Mikel Sorauren, Identidad y burka, en el amanecer de 2010, considero interesante contribuir al debate iniciado con algunas ideas. Pocas, demasiado pocas, para la necesidad que hay en nuestro nivel más próximo, en Vasconia, en el de su entorno geopolítico, en Europa y el mundo occidental, y en todo el conjunto de la humanidad. Tampoco pretendo llegar a conclusiones, sino simplemente continuar la reflexión iniciada por Sorauren, dada su gran actualidad e interés.
Uno de los puntos de partida, para mí de difícil discusión, es la reflexión de que los logros políticos que habitualmente consideramos como democráticos corresponden a situaciones en las que la relación de fuerzas sociales se manifestó favorable a tales compromisos. No obstante, llegar a esos acuerdos, consensos o compromisos, por lo menos en el principal caso producido en la historia de la humanidad, ha costado largos y graves conflictos y sobre todo, sangre, sudor y lágrimas a personas y sociedades con nombres concretos.
Otro principio básico es, en mi opinión, que no valen los “angelismos”, es decir los falsos “pacifismos” o “no violencias” del estilo de la “alianza de civilizaciones”. La violencia es la “partera de la historia” (Marx dixit) y el conflicto forma parte indisoluble la trayectoria de la humanidad. Lo que sucede es que cuando el combate se manifiesta ruinoso para todos los protagonistas, se buscan soluciones de compromiso. La teoría de juegos, puesta en valor en los últimos años del pasado siglo, ha demostrado la superior capacidad de satisfacer y minimizar los sufrimientos a las partes en conflicto que conllevan las soluciones consensuadas o pacíficas, frente a las estrategias basadas en la pura venganza o “ley del Talión”. Aunque para llegar a ellas haya sido necesario probar la capacidad de movilización social, poder real, de cada una de las partes en conflicto y, sobre todo, no bajar la guardia tras los acuerdos alcanzados. Es la esencia de la democracia.
En Europa occidental, siglos de lucha y de elaboración de teorías acordes han desembocado en la situación actual. Entre los hitos más importantes en esta contienda se encuentran, desde el punto de vista político práctico, la superación de los conflictos religiosos en Europa surgidos tras la reforma protestante. La asfixia que suponía el catolicismo romano para el desarrollo industrial y comercial, basado en su negación de la libertad individual, hizo que los estados más comprometidos en este proceso (Países Bajos, Inglaterra y algunos estados alemanes, sobre todo) se rebelaran en su contra. A partir del fin de la Guerra de los Treinta años en el siglo XVII, la última gran guerra de religión en Europa, su mapa quedó fijado en dos zonas bastante estables, correspondientes a las áreas de influencia reformada y a la católico-romana.
El camino europeo fue muy largo y se vio atravesado por sufrimientos incontables. Todavía Voltaire, en pleno siglo XVIII, tuvo que batallar en contra de la intolerancia católica en el conocido “asunto Calas”, personaje ejecutado en 1762 como fruto de la misma. No obstante, filósofos británicos como Hume y Locke y los Ilustrados franceses, aportaron una inapreciable dosis de racionalidad al tratamiento de estos asuntos. En el mundo occidental una de las últimas manifestaciones de esta intransigencia fue la guerra de 1936-39, basada en una rebelión militar-fascista y declarada como “Cruzada” por la Iglesia Católica, en una época en la que la mayor parte de las sociedades occidentales eran ya laicas.
Otro mundo sobre el que reflexionar es el oriental: Japón realizó de una forma, también compleja y cruenta, su particular evolución hacia una sociedad laica. Su caso se veía favorecido por la presencia en la misma de unas concepciones religiosas no fundamentalistas y, además, muy variadas. Algo semejante sucede en la civilización china, en la que el sustrato confuciano presenta un buen soporte para alcanzar una forma no religiosa de entender la organización social. La India, como crisol de religiones poco inclinadas al monoteísmo y, por lo mismo, a soluciones teocráticas, constituye otra sociedad interesante en la que, a pesar de surgir conflictos religiosos con el monoteísmo musulmán, expresa una elevada laicidad política.
Las religiones monoteístas llevan implícito un principio totalitario: la existencia de un dios absoluto, dueño de vidas y haciendas y, en el fondo, gestor de toda la realidad, tanto natural como social. Aunque tal dios siempre se ha expresado y se expresa, ya que no puede hacerlo de de otro modo, a través de grupos y personas con unos intereses sociales, económicos y políticos absolutamente terrenales.
El absolutismo al que corre el riesgo de conducir el monoteísmo sólo tiene una salida democrática que es, precisamente, el equilibrio de fuerzas al que le puede llevar su coexistencia con otros grupos, bien sean laicos (ateos o agnósticos, por ejemplo), bien de religiones no monoteístas o incluso de otros monoteísmos y, sobre todo, sus relaciones con otras realidades sociales existentes en el resto del mundo. A partir de esas (auto)limitaciones obligadas es posible acceder a situaciones secularizadas en las que no sean los sedicentes representantes del “ser supremo” quienes impongan sus normas, sino que lo sea la propia sociedad organizada democráticamente de forma autónoma.
El mundo que, hipotéticamente, pudiera surgir de este equilibrio es casi seguro que no será como el que se manifiesta hoy en nuestras sociedades occidentales, pero, por lo menos, pienso que estará basado en el respeto y en unos principios “no revelados” sino adoptados democráticamente por la propia sociedad sin referentes celestiales, heterónomos o, simplemente, externos.
¿Podrá el mundo musulmán encontrar, tanto desde dentro como en colaboración con otras sociedades, un atajo que le permita acceder a la superación del totalitarismo religioso que supone su creciente “islamización”, sin pasar por todas las guerras y dolores que sufrieron las sociedades cristianas hasta épocas muy recientes? ¿Tendrá capacidad de construir unas sociedades “laicas” al modo de las del mundo occidental, el indio, el japonés o el chino? ¿Puede un occidente laico y postcolonial, por supuesto, colaborar en esa búsqueda? ¿Cómo?