Pueblo y poder, dos cuestiones apasionantes donde las haya, más si van unidas por la copulativa “y”. Cuestiones apasionantes y comprometidas, sobre todo cuando no se pretende hacer un análisis “al uso académico” de los conceptos, sino proporcionar una visión personal y práctica de los mismos, realizada desde el interior mismo del conflicto en que ambos y su relación próxima expresan realidades asimétricas de dominio y de control. Tal es la tarea que se ha propuesto Joseba Ariznabarreta en su último libro “Pueblo y poder” (Zarautz 2007).
La trama del libro se desarrolla según un esquema, en mi opinión, bastante lógico y didáctico. Comienza por la definición de “poder”: “...Denominamos poder a la actividad sostenida de un determinado pueblo en la consecución de sus objetivos. Tal potencia sólo puede ser percibida en acto, en el ejercicio de la misma. Un poder que no se ejerce es un absurdo, una ‘contradictio in terminis’” (página 30)
Sigue por la propia definición de “pueblo”. Ariznabarreta afirma sin ambages que puede haber muchos modos de expresar qué es un pueblo pero que la prueba definitiva, como el viejo Karl Marx decía del flan, es “comérselo”; esto es: “...examinar el acto por el que un pueblo es un pueblo...” y, a continuación,: “...el pueblo, cualquier pueblo, afirma su existencia mediante el ejercicio efectivo del poder –estable o precario, legítimo o ilegítimo- sobre un territorio determinado. El poder no es una característica o propiedad que junto a otras define a un pueblo, sino su constitutivo esencial, lo que le confiere inmediata realidad.” (páginas 35-36), de modo que, según el autor, cuando un grupo humano resigna ese poder inmediatamente deja de ser “pueblo”.
Se podría discutir la importancia del territorio, por lo menos entendido como permanente (cosa que no dice el autor), ya que creo que existen pueblos, como el gitano u otros pueblos nómadas, en los que sí se produce la afirmación y el ejercicio del poder, pero en los que el territorio estable es, en cierto modo, fugaz y secundario.
En cualquier caso, me parece acertado no entrar en el relato de características “objetivas” (lengua, costumbres o cultura en general), sino ir directamente al meollo del asunto, a la capacidad de ejercer como tal, de ser “pueblo”, sobre todo frente a los “otros”, sin proponer definiciones de tipo intelectual, que no son capaces de abarcar su ser en profundidad.
Puede parecer, en cierto modo y desde el punto de vista de la lógica formal, un razonamiento circular, ya que en ambos conceptos el autor utiliza el otro para su definición. No obstante, pienso que del contenido del libro se desprende más bien una perspectiva dialéctica en la que ambos cobran un contenido más profundo, en el ejercicio práctico de su vínculo interno, en las relaciones con los “otros” pueblos.
El siguiente punto del esquema planteado por Ariznabarreta trata de un aspecto que, desde mi punto de vista, parece que el autor lo tiene muy claro y yo no tanto. Me explico: el autor distingue entre sociedades “primitivas”, a las que designa como “indivisas” y sociedades desarrolladas o “escindidas”.
Vayamos por partes: el autor considera que existió una etapa en el desarrollo de las sociedades humanas en las que el poder que los pueblos ejercían era “hacia dentro” de sus propias sociedades y que no tenía como fin la explotación de unos grupos por otros, sino simplemente lograr la cohesión de su conjunto. No soy ni antropólogo ni etnólogo; pienso que bien pudo haber sucedido de la forma cómo nos relata Ariznabarreta, pero creo que se debería dejar una puerta abierta a ulteriores investigaciones y a pensar que en aquellas sociedades también se pudo ejercer “poder” de unas facciones sobre otras. El autor contrapone este tipo de sociedades a las “civilizadas” o “escindidas” en las que un sector utiliza el poder para la dominación de otros del propio grupo. En las sociedades de este segundo modelo, dentro del mismo pueblo se produce ya la clara oposición interna entre quienes detentan el poder y quienes son sujetos pasivos del mismo. Tal “poder” evolucionará hacia el enfrentamiento con otros pueblos y, al final, conducirá al imperialismo.
Al margen del juicio sobre la existencia de un “estado general” primitivo de los pueblos como “sociedades indivisas”, creo que la transición de una sociedad del tipo que el autor designa como “indivisa” a “escindida” debe ser explicada. En mi opinión, según lo que he podido asimilar de mis lecturas y de otros pensamientos recibidos, un punto de inflexión importante se produce con la llamada “revolución neolítica”. El surgimiento de la domesticación de determinados animales y, principalmente, de la agricultura conduce al paso de unas poblaciones cazadoras-recolectoras, básicamente nómadas, a otras sedentarias y al surgimiento de la ciudades. Todo ello constituye una revolución tecnológica y un cambio de modelo asociativo, ambos de primer orden, que implican una cantidad importante de problemas, por supuesto de supervivencia, derivados del crecimiento demográfico, pero sobre todo de control del “excedente” producido gracias a los mismos, necesarios de resolver. Y pienso que es en esta situación cuando surgen las sociedades “escindidas” y todas las consecuencias derivadas que cita Ariznabarreta.
Pienso que en este sentido son muy interesantes las reflexiones que plantea en su clásico “Comunidad y asociación” Ferdinand Tönnies (Barcelona 1979, Ediciones Península) en las que presenta las diferencias entre las sociedades organizadas, basadas en la instrumentalidad y la razón, y las comunidades fundamentales, basadas en el afecto y la emoción.
Antes de analizar las características del poder en las sociedades “escindidas”, Ariznabarreta nos propone una importante distinción entre lo que se conoce como “poder tecnológico” frente a “poder social”. El primero incluye las capacidades científicas y técnicas que permiten a la humanidad “dominar” (término utilizado en la cultura judeo-cristiana) a la “naturaleza”, concebida como realidad “externa” a la sociedad humana. El autor, tras constatar tal distinción, no entra en su análisis, sino que se centra exclusivamente en el “poder social”. Desde mi punto de vista, en las actuales “sociedades de la información” no se puede desdeñar el importantísimo papel que juega el “poder tecnológico”, sobre todo el de las “tecnologías de la información y las comunicaciones”. Sirva Internet como ejemplo fundamental.
A continuación, ya dentro del análisis del “poder social”, el autor distingue la clásica diferenciación entre “poder económico”, “poder ideológico” y “poder social”. Hay muchos autores (Michael Mann, por ejemplo, en “Las fuentes del poder social I”, Madrid 1986, Alianza Universidad) que añaden el “poder militar”. En la lógica de Ariznabarreta, que prima el (poder) “social” sobre el “económico” y el “ideológico”, queda muy clara la indistinción entre “poder social” y “poder militar”. Creo no equivocarme al pensar que el autor interpreta la frase atribuida a Von Clausewitz de que “la política es la guerra seguida por otros medios”, también en su sentido inverso como que “la guerra es la política seguida por otros medios”. En cualquier caso asimila “poder social” a “poder político”.
En la obra de Ariznabarreta hay una asociación constante entre la violencia y el poder. La violencia, para el autor, es un continuo entre su uso mas descarnado, como sería la guerra, y su expresión “amable” como amenaza de quien detenta el poder sobre quienes se muestran “rebeldes” al mismo, y que se expresa en intimidaciones, multas, juicios, prisión etc.
Un aspecto importante del libro comentado consiste en la reflexión que efectúa sobre la necesidad de legitimación que tiene cualquier poder constituido, sobre todo en las “sociedades escindidas”. Es evidente que la “sola violencia” no es suficiente para legitimar una situación de “poder social”. Serían necesarios ingentes efectivos de control que, al final, provocarían, según mi opinión, tales desajustes globales que llevarían al colapso social. Aquí el autor reflexiona, pienso que con buen criterio, sobre los medios “tranquilos”, como son la propaganda, el “consenso” y, en general, el “ocultamiento” de los métodos violentos de represión.
En este punto de la exposición, opino que puede ser interesante considerar la “solidaridad nacional”, efecto objetivo de la dominación imperial-colonial sobre las naciones sometidas y sus beneficios derivados, que un estado constituido puede ofrecer, y de hecho ofrece si es imperialista, a sus connacionales sin más contraprestación que el reconocimiento de su “legitimidad”.
Resulta de gran interés la reflexión que realiza el autor sobre “el estado”. Recuerda aquella famosa y clásica frase de “El nuevo Ídolo”, en “Así hablaba Zaratustra”, de Friedrich Nietzsche:
“Voy a hablaros de la muerte de los pueblos. De todos los monstruos fríos el más frío es el estado. Miente fríamente y he aquí la mentira que sale de su boca: ’Yo, el estado, soy el pueblo’ ¡Mentira!...”
Ariznabarreta considera que el estado ha sido la gran desgracia que le ha acontecido a la humanidad. Lo cual pienso que puede ser verdad, pero lo que también es cierto es que está ahí, y él lo reconoce, y eso exige que cualquier pueblo que quiera sobrevivir en nuestro mundo necesita tener el suyo y eso también lo expresa claramente el autor. Estimo que son dos niveles de análisis distintos: el segundo expresa una necesidad imperiosa para Vasconia, o para cualquier otro pueblo sometido, en los umbrales del siglo XXI, de “disfrutar” de su propio estado; mientras que el primero se debe plantear cronológicamente después y en solidaridad con el resto de sociedades del mundo. En cualquier caso es positivo el tenerlo siempre presente, aunque sólo sea como alarma frente a la tiranía y el totalitarismo.
Muy incisivo, concreto y acertado resulta el análisis del autor sobre la “práctica política” en nuestro país en los últimos tiempos, desde la etapa de la segunda república española, pasando por la guerra de 1936 y el franquismo, para llegar a la denominada “transición” y a la situación actual. En este punto pienso que siempre hay que distinguir entre quienes toman unas decisiones políticas, los dirigentes, y quienes son su base social. En cualquier sociedad del mundo las adhesiones y apoyos del “pueblo llano” se producen más por actos simbólicos que racionales o intelectuales. En consecuencia, cargar toda la culpa del desastroso proceso que llevaron a cabo los dirigentes de un determinado partido (Pnv, por ejemplo) a “todo” el partido tiene un riesgo evidente y grave: que esa adhesión afectiva y simbólica se sobreponga al análisis racional y que logre el enfrentamiento de sus bases con quienes podemos pensar en lo funesto de su política o, mejor, en la carencia de una política propia. Y, ya es sabido, quien no tiene política o estrategia propias sucumbe indefectiblemente a las de sus contrarios.
Me parecen muy acertados y sugerentes los “cuadernos”, que es como el autor denomina a los “capítulos” de su obra, dedicados al imperialismo y al totalitarismo con los que se cierra el núcleo teórico de la obra comentada.
Un asunto que creo que ha sido y sigue siendo discutible es el papel que Ariznabarreta, siguiendo un posición tradicional en el denominado “nacionalismo vasco”, asigna a la romanización de nuestro pueblo. Pienso que no es real la asimilación que hace de lo “vasco/vascón” a lo “bárbaro”. Los vascos fuimos efectivamente romanizados, pero a un nivel que no supuso la asimilación lingüística, aunque sí hubo préstamos nominales y, tal vez, sintácticos a nuestra lengua; pero también existieron a la inversa. En este sentido, la estructura política principal de los vascos, el reino de Pamplona-Navarra para justificar su legitimidad histórica se basaba en la organización romana (“Códice de Roda”, de 992, citado por Tomás Urzainqui en “Navarra Estado europeo” Pamplona 2003, Pamiela, en su página 137 y siguientes) y muy poco en los visigodos que, por el contrario, dieron soporte ideológico al estado unitario e imperialista leonés y, posteriormente, castellano. Como parece que se ha demostrado tras los reciente descubrimientos de Iruñea-Veleia, sus habitantes seguían siendo euskaldunes, aunque romanizados en costumbres y técnicas.
En todo caso la originalidad del “caso vasco”, con una instalación estable, posiblemente desde el Paleolítico, en el contexto pirenaico y con una profunda adaptación “ecológica” a su entorno físico y biológico que le lleva a la generación de un modo de organización y asociación propio, concretado en el denominado por muchos autores como Derecho Pirenaico”, le otorga unos atributos muy distintos de los que caracterizan a los pueblos “invasores”, procedentes de lo que hoy es la Europa oriental o del Asia central, esos sí, calificados por los romanos como “bárbaros”.
Hay hechos históricos que han tenido mucha importancia sobre nuestro pueblo y que no se citan en el libro. Uno, directo, es el papel de los celtas; otros, indirectos, a través del imperio español, como son las denominadas en su propaganda como “reconquista” y “guerra de la Independencia”. Y, por supuesto no se puede olvidar tampoco, el papel del imperio americano.
Una cuestión en la que el libro me parece confuso es el tratamiento a dado a los textos originales citados en el mismo. Por un lado, en el prólogo, el autor indica que “las citas en inglés no tienen otra finalidad que la de evitar que el lector tenga que confiar en mis pobres dotes de traductor...”. Muchas de las citas en inglés, comenzando por la de la página 25 sobre la “Resolución de Naciones Unidas de 14 de diciembre de 1960”, que se encuentra en menos de dos minutos a través de cualquier buscador en la red en su versión en español, se podían haber evitado. Efectivamente:
“Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación; en virtud de este derecho, determinan libremente su condición política y persiguen libremente su desarrollo económico, social y cultural.”
Para el lector medio tales citas suponen una fuerte traba en la lectura y comprensión del texto. En este sentido, en diversos casos existen traducciones al español de las obras citadas. Así, por ejemplo, en la página 278 cita, y traduce perfectamente, de una obra de Perry Anderson (“Lineages of the Absolutist State”) un párrafo, mientras que en la 280 cita otro, próximo al anterior, pero aquí sin traducir, cuando existe una versión en español de dicha obra: “El Estado absolutista” (Madrid 1979, Siglo XXI, páginas 56 y 60) en la que se encuentran ambas.
Semejante cuestión sucede con la cita en inglés, en la página 221, del abate Sieyes, de una obra de la que existe traducción directa del francés al español: “El tercer estado y otros escritos de 1789”. (Madrid 1991, Espasa Calpe) en la que la cita se encuentra en su página 212. También aparecen demasiados textos en latín, que para los lectores que no conocen en absoluto esta lengua clásica, resultan difíciles y, que al igual que los ingleses, pueden provocar rechazo y posiblemente, el abandono de su lectura. El “exceso” de notas a pie de página puede producir pavor, así mismo, a lectores no familiarizados con textos académicos. Hubiera sido preferible, en mi opinión, agruparlas al final para permitir una lectura más fluida a quien no busca el aparato crítico. Me parece un libro de lectura apropiada para personas habitualmente acostumbradas a obras sociológicas, políticas o históricas y no únicamente a “best sellers”.
Pienso que la obra es muy interesante y sugestiva. Aporta mucho de lo que el autor indica en su subtítulo “Cuadernos para la reconstrucción de la razón” (“razón política”, añadiría yo), de los que tan carentes estamos desde hace ya mucho tiempo. Puede servir de base para un debate intelectual serio sobre nuestra triste realidad actual, en la que dicha “razón política” parece brillar por su ausencia.
Lo considero como libro de lectura obligada para quienes estén interesados en la evolución política de Euskal Herria y sus perspectivas en nuestra conflictiva realidad actual y, sobre todo, para aquellas personas que consideran que nuestro presente y futuro próximo se encuentran asociados a la (re)construcción del único estado que hemos tenido los vascos: Navarra.