La teoría de la evolución de los seres vivos es evidentemente anterior a Charles Darwin. Sin apartarnos de su familia, su abuelo Erasmus ya planteó una aproximación bastante seria a la misma. El principal aporte previo a Darwin lo constituye el del naturalista francés de principios del siglo XIX Jean-Baptiste Lamark.
Para cuando entre los años 1831 y 1836, Darwin realizó el viaje en torno al mundo, viaje que marcaría su destino y el de la Biología como ciencia, en el Beagle, la evolución de los seres vivos era un dato adquirido para una parte importante de los ámbitos científicos.
La gran aportación de Darwin fue la del descubrimiento del “modo” por el cual se produce la evolución, del mecanismo que posibilita que tal hecho ocurra y, en resumen, el que se pueda explicar de forma natural, sin intervención de ningún diseñador externo, la asombrosa variedad de especies que han existido o existen en nuestro Planeta.
Este mecanismo se conoce como “selección natural”. Consiste, aproximadamente, en que cuando un ser vivo sufre una “variación” con relación al resto de los de su especie, si esa alteración es acorde con el entorno en el que vive, está mejor adaptada al mismo, o le permite tener una mayor descendencia con posibilidades de sobrevivir, tal modificación se extenderá en la población de esa especie. Si por el contrario, la “variación” limita sus posibilidades de vida o de reproducción, tal modificación desaparecerá.
Ha habido mucha confusión entre la “selección natural” de Darwin y la “lucha por la existencia” y la “supervivencia de los más aptos”, sobre todo en el ámbito social, con teorías como la de Herbert Spencer a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Los conflictos en la naturaleza, sobre todo los que suceden entre los predadores y sus presas, no están sometidos a ninguna ética y pueden parecer, si se me permite el símil antropomórfico “crueles”. Estas cuestiones rozan la “selección natural”, pero no forman su constituyente fundamental.
En efecto, las gacelas tienden a huir de los leones. Generaciones de gacelas corriendo delante de los leones han producido unos animales que, evidentemente, son muy rápidos. El proceso de selección natural no se produce por el hecho de la “brutalidad” (vuelvo al símil antropomórfico) que supone el destrozo de la gacela cazada por el león. La gacela que tenga una variante que le permita correr más y mejor, vivirá más, se apareará más y dejará más descendencia. Su variación habrá sido “adaptativa” y perdurará en su especie. El resultado final es que las gacelas que existen hoy en día... son muy rápidas. Las modificaciones que, en sentido contrario, producen individuos menos adaptados para el entorno de su grupo no prosperan por la misma razón.
Lo que desconocía Darwin era el mecanismo interno que permitía las variaciones, luego llamadas “mutaciones”, y su propagación en la descendencia de los individuos portadores. El mecanismo lo descubrió, en su misma época, un monje agustino centroeuropeo llamado Gregor Mendel. A pesar de ser contemporáneos, Darwin y Mendel se desconocieron; pero la síntesis de ambos planteamientos posibilitó en el siglo XX formar el cuerpo teórico que permitió elevar la Biología a la categoría de Ciencia en el mismo sentido que Copérnico; Galileo y Newton lo hicieron para las ciencias físicas en los siglos XVI y XVII.
Si a estas alturas del artículo queda todavía algún lector con interés en seguir, le indicaré que las breves reflexiones anteriores han sido provocadas por la lectura de un libro que me ha parecido una excelente divulgación de las teorías de la “evolución” y de la “selección natural”. Divulgación muy necesaria, sobre todo a día de hoy en que se escuchan muchas voces que ponen en duda, sin ningún fundamento, los planteamientos de Darwin y de quienes se reclaman de su pensamiento, para volver a posiciones en las que se precisa la intervención de una mente “diseñadora” en cada paso del proceso “evolutivo”. Por no hablar del movimiento “creacionista” que, sobre todo en Estados Unidos, reclama la realidad científica de la creación directa del mundo por Dios, según lo narra el libro del Génesis.
La obra en cuestión se titula “Darwin y el Diseño Inteligente. Creacionismo, Cristianismo y Evolución” (Madrid 2007). Su autor es un eminente biólogo, el profesor Francisco J. Ayala, actualmente profesor del departamento de Ecología y Biología Evolutiva de la Universidad de California, en Irving. Está publicado por Alianza Editorial.
El libro me ha parecido una de las mejores aproximaciones divulgativas que conozco a este asunto. Lo he leído con sumo interés y, espero, provecho. Tal vez parezca muy osado hacer de “divulgador” de un asunto en el que no soy especialista, pero precisamente por eso, por no serlo, lo he agradecido mucho y lo quiero compartir. Sirvan estas líneas para “divulgar al divulgador”; por cierto divulgador de primer orden, que es Francisco J. Ayala.
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