21 mayo 2009

DEMOCRACIA E IDENTIDAD

Tomo como punto de partida para estas reflexiones un texto que José Luis Orella Unzué publicó recientemente en diversos medios de comunicación (Noticias de Gipuzkoa de 5 de mayo y Gara de 8 del mismo mes) que comienza con una afirmación desafortunada. El contenido de esta frase condensa de manera clara lo que considero como dos de los principales fallos sobre los que se constituye la actividad política en nuestro país en la actualidad, por lo menos desde las posiciones vistas como nacionales. Más adelante, en el mismo trabajo, aparece otra proposición en la que quedan perfectamente reflejadas las bases, discutibles, sobre las que se apoyan gran parte de las ideas que sustentan el modo de aproximarse en nuestro país al concepto de identidad.


Democracia, mayorías y minorías

La primera proposición dice textualmente:
"El nuevo Gobierno socialista de Patxi López con apoyo del Partido Popular es democrático, pero el reconocimiento de su democracia cuantitativa no nos debe impedir afirmar que es un modo de lucha contra una identidad minoritaria, utilizando la violencia de una identidad mayoritaria."

En mi opinión es difícil decirlo más claro con menos palabras. Analizando el texto por partes voy a comenzar por la segunda. Orella habla de “un modo de lucha contra una identidad minoritaria utilizando la violencia de una identidad mayoritaria”. Estaría de acuerdo si Orella hablara del conflicto entre la identidad soportada por una población de “menor peso demográfico” frente a la violencia de otra con “mayor peso”. Pero me resulta muy difícil de aceptar si entra, como lo hace Orella, en el juego de “minorías y mayorías”.

Me explico. Si un grupo humano admite que es una “minoría” con relación a otro que, automáticamente, se constituye en “mayoría”, está aceptando de manera implícita su pertenencia y supeditación al segundo. Y eso creo que, si tiene clara conciencia de su propia identidad distinta, no debe ser aceptado nunca, ya que de ese modo, debe acatar sus reglas y entra, tal vez sin plena consciencia, en la vía sin salida democrática de la subordinación y del dominio.

Una nación como la nuestra, que ha sido conquistada, ocupada y dominada, no puede aceptar las reglas de juego impuestas por un sistema político basado precisamente en su minoración y constitución en “parte de otra”. Navarra, a través de su reino, constituyó un Estado en plenitud soberana. Sus instituciones fueron aniquiladas en la zona que dominaron los franceses y, sustituidas o subordinadas profundamente en la ocupada por los españoles, eso sí, dentro de las limitaciones que siempre ha manifestado el poder español, menos fuerte que el francés.

Por todo ello, si nuestra nación persiste en la voluntad de seguir siendo sujeto político en el mundo, y muchos pensamos que la tiene, nunca podrá definirse como una “minoría” dentro de la “mayoría” española o francesa. En nuestra sociedad, en nuestro pueblo, nosotros los nacionales somos por definición mayoría. Tal es el único planteamiento que, en mi opinión, nos puede permitir afrontar el futuro político con la autoestima alta y, de este modo, responder con eficacia política y posibilidades reales de éxito a los retos planteados en el mundo actual.

Nosotros no somos españoles ni franceses. Por lo mismo, no somos, como les gustaría a ellos y lo reflejan en la práctica cotidiana y en sus constituciones políticas, minorías residuales dentro de su mayoría, “progresista, generosa y benefactora”, por supuesto. Somos elementos agregados por la fuerza y con aspiración a (re)constituir nuestra propia mayoría.

De aquí se deduce que los procesos constituyentes de ambos estados, basados en la soberanía unitaria e indiscutible de sus respectivos pueblos que, por otra parte, dividen arbitraria y violentamente al nuestro, conforman unos marcos sociales y políticos en los que no existimos realmente y que, por el mero hecho de negarnos una existencia efectiva, no pueden ser democráticos.

Es decir que el gobierno de Francisco López no puede ser democrático simplemente por el hecho de que haya sido resultado de unas votaciones en las que subyace una farsa infinita. La trampa tiene un principio, ya citado, que se basa en el poder constituyente de los pueblos español y francés, que a nosotros se nos niega, y para el que no existimos como sujeto político; pero no tiene un fin previsible, salvo que tengamos la capacidad social y política de romper el nexo, de cortarlo de raíz; como el famoso “nudo gordiano”.

Podemos hablar de la división territorial y humana de nuestra nación, tan “democráticamente” pactada en 1200, 1512 o 1620, principalmente. Podemos, también, contar las “hazañas” realizadas sobre nuestro pueblo por la llamada Revolución francesa o escribir sobre las guerras carlistas en las que, también por “acuerdos, pactos y consensos”, se nos arrebataron los restos del régimen político propio, llamado Sistema Foral. En ningún caso debemos olvidar el franquismo ni el infame proceso de la mal llamada “transición democrática”, tras la muerte del general, en la que se consolidaron todos los logros políticos de la dictadura.

El resto: las detenciones arbitrarias, las torturas, los cierres de medios de comunicación, las leyes de partidos, las prohibiciones de candidaturas, los portazos a Ibarretxe con su “plan” o su “consulta”, y tantos otros, son simples apéndices, consecuencias, de esa radical falta de democracia del régimen político que impera en el Estado español. Otro tanto se puede afirmar de la parte francesa.

En la actual situación no se puede hablar, como hace creo que con buena intención Orella Unzué, de “democracia cuantitativa”. La democracia es una cualidad, no una cantidad y no se mide por el hecho de que se pueda votar o no. También se podía votar en tiempos de Franco, por tercios familiares, sindicales… ¡o de Flandes!. Por no hablar del podrido sistema partitocrático que rige actualmente los destinos del Estado español o de la corrupción generalizada de sus políticos.

En resumen, la introducción de Orella ofrece un compendio claro y didáctico de dos de los principales errores asumidos por quienes dicen ser “clase política vasca”: en primer lugar, considerarnos como “minoría” frente a españoles o franceses, que serían en ese caso “mayoría” y, en segundo, aceptar como democráticos los actuales regimenes políticos de ambos estados. De no rectificar pronto tales errores y acomodar de manera acorde nuestra práctica política, podemos derivar a un callejón sin otra salida que la asimilación. De hecho, su aceptación, nos está llevando rápidamente, al borde de un precipicio del que será muy difícil salir con posibilidades de supervivencia.

Sólo la conciencia de la necesidad de un Estado propio, en Europa y en el mundo, y la capacidad estratégica de luchar por él y de conseguirlo, ofrecen la posibilidad de no hundirnos en el abismo, de ser mayoría en el propio país, y ofrecer una solución realmente democrática a nuestra nación y a las de nuestro entorno, empezando entre ellas por España y Francia.


Sobre el concepto de identidad

Como he citado anteriormente, Orella Unzué plantea en el mismo trabajo otra frase que considero también de mucho calado y que me da pie a una reflexión sobre el concepto de identidad. Esta segunda frase refleja, en mi opinión con justeza, posiciones que sobre el mismo se expresan, con excesiva simplicidad, desde muchas posiciones consideradas como abertzales. En su enunciado Orella afirma que (el ser humano)
"podrá renunciar a su geografía, a su religión, a su carnet político, pero no podrá hacerlo a su naturaleza, a su herencia, a su cuerpo, a sus cualidades fisiológicas y psíquicas."

De entrada resulta curioso el análisis a que somete Orella a partes que son constituyentes básicos de cualquier identidad, con la evidente intención de poder ir eliminando elementos sucesivos, como si fueran capas de una cebolla, para quedarse con lo básico, con el cogollo. Creo que de la cebolla se pueden seguir quitando capas, una tras otra, hasta quedarse sin nada, sin cebolla. La cebolla, como la identidad, no tiene núcleo.

No creo que el orden en que plantea Orella la sucesiva eliminación de capas cebollinas equivalga a la mayor o menor importancia de las mismas en la definición de la identidad de un pueblo. Cada sociedad humana tendrá un orden específico y diferente del de otras. Raro sería encontrar dos grupos humanos en los que coincidiera el orden de importancia de las capas identitarias.

En mi opinión, la miga del asunto consiste en que tienen que estar todas, ya que, además, están tan adheridas entre sí, que si eliminamos una podemos arrancar jirones de otra, de modo que, al final, ambas quedarán inservibles. La identidad no se forma como suma de elementos disjuntos sino que constituye una totalidad de características dependientes unas de otras y que en su conjunto, en su suma y en sus interrelaciones, determinan la cultura social y política, la forma de ser y de estar en el mundo, de cada sociedad concreta, de cada pueblo.

La primera y, en mi opinión excesiva, afirmación de Orella dice que (el ser humano) ”podrá renunciar a su geografía…” Veamos, el autor está afirmando que un pueblo puede renunciar a su “geografía” o lo que es lo mismo, a su territorio. Poder, está claro que puede, pero si lo hace deja de ser pueblo, se esfuma como sociedad y dimite como nación. La territorialidad es un elemento fundamental en la configuración de cualquier pueblo, sociedad o nación.

Para empezar, el territorio es el país. Todas las sociedades humanas no sólo mantienen una estrecha relación con su territorio, sino que experimentan un permanente flujo de recreación y simbiosis con el mismo. El trozo de tierra sobre el que se asienta permanentemente un grupo humano conforma muchos aspectos de su organización social, básicamente del trabajo y la propiedad, pero, a su vez, la propia organización social construye el paisaje y ordena el territorio. Ambas están en permanente modificación recíproca y no existe una sociedad estable sin territorio. El paisaje es esa síntesis de población y territorio que lo hace habitable y permite el desarrollo social.

El territorio es por supuesto el marco en el que se desarrolla cada sociedad y las relaciones ecológicas globales entre los seres vivos que lo habitan y las estructuras del terreno; tanto morfológicamente como desde el punto de vista del clima. Los territorios con mar y montañas, los que son llanos o se ven surcados por ríos y lagos, presentan sociedades con características diferentes. Lo mismo sucede con los que gozan de un clima húmedo y suave o los que padecen climas extremos. No se puede caer en un determinismo geográfico o climático, pero tampoco debe minusvalorarse la influencia que ejercen ambos factores sobre la cultura y organización de los pueblos.

El territorio permite la ordenación de la sociedad y su administración. Posibilita la existencia práctica de una organización política, más tarde Estado, que constituye la concreción del poder de pueblo para permitir su supervivencia y garantizar que lo haga concertadamente. Para defender su sociedad de agresiones externas. Para ordenar sus propios recursos, sus bienes, de manera que pueda optimizar el trabajo sobre los mismos, transformarlos, obtener resultados aceptables socialmente y redistribuirlos más o menos equitativamente.

Otro de los elementos identitarios de enorme importancia es el idioma. Quienes en nuestro país toman la lengua como base prácticamente exclusiva de la identidad propia, pienso que incurren en otro tipo de simplificación y que conforma nuevo e importante error. Los que afirman que “mi lengua es mi patria”, no se percatan de que si ese idioma no tiene unos hablantes que lo usan en un conjunto grupal que habita sobre un territorio determinado y con unas funciones sociales concretas, es algo destinado a la minoración, al empobrecimiento, a la dialectización, a la sustitución por las lenguas de las sociedades dominantes, esas sí con dominio territorial, y, al final, abocado a la extinción.

Tenemos el caso judío. Los judíos se han autoconsiderado durante largos siglos como un “pueblo” exiliado, una sociedad en la diáspora. En unos casos habrán sufrido por tal situación más que en otros, pero nunca lograron una normalidad política. Su aspiración máxima era, lógicamente, la consecución de su propio territorio, una tierra donde construir un Estado normal y corriente y al que acudir para habitarlo y formar una sociedad al uso. Una vez conseguida la tierra, lo primero que hicieron fue normalizar una lengua. No voy a entrar en los resultados alcanzados por el Estado de Israel, una vez constituido, sino simplemente constatar la necesidad del territorio para desarrollar cualquier sociedad normalizada, por lo menos en nuestro entorno geopolítico.

Una lengua sin territorio, sin cultura social y política, sin la organización fundamental que ya se ha dicho, el Estado, constituye un elemento minorizado que podrá sobrevivir unos cuantos años, cada vez menos, pero que tiene un destino marcado indefectiblemente: la extinción. Además, una lengua, con todo lo importante que pueda ser como marca de identidad y de forma de ser, de ver y actuar en el mundo, fuera de un contexto social y político queda arrumbada y sin sentido, como cualquier otro atributo identitario que se desgaje del conjunto.

Otros muchos elementos forman parte de la identidad, en cada situación unos prevalecerán sobre otros, pero siempre forman una totalidad, un conjunto indisoluble, en que si se quita una pieza, se desmorona el edificio. En la exposición de Orella percibo asimismo un exceso de planteamientos biologicistas, como cuando habla de “su cuerpo”, “sus cualidades fisiológicas y psíquicas”, como base identitaria. Es evidente que, de modo semejante a los atributos relativos a geografía y clima, no se pueden despreciar ni arrojar por la borda, pero que hay que relativizarlos e integrarlos en el conjunto.


Conclusión

Hoy en día todos los estados constituidos, y que ejercen como tales en nuestro entorno, tienen cada vez más clara la necesidad de reivindicar, incluso reinventar, su propia identidad como un factor básico de cohesión social. Los problemas derivados de la globalización y de las migraciones provocadas por las consecuencias sociales y económicas del dominio y control sobre los países llamados del tercer o cuarto mundos, han reforzado un proceso que se inició cuando el Estado nación comenzó a ejercer su fuerza para nacionalizar las sociedades bajo su dominio, es decir el siglo XIX.

Las naciones subordinadas que aspiran a tener su puesto en el concierto internacional como sujeto político, con nombre y apellidos, con voz y voto, debemos tener claro que el acceso a un Estado propio es condición indispensable para lograrlo. Al mismo tiempo la capacidad social y política necesaria para forzar a los estados dominantes, español y francés en nuestro caso, exige una cohesión social muy fuerte y para ello es imprescindible tener clara la constitución de su identidad particular, de conocer e interpretar la propia historia y patrimonio en general.

El esfuerzo es enorme pues exige una labor que normalmente viene dada “gratis” desde los estados constituidos, a través del sistema educativo, de los medios de comunicación etc., mientras que en nuestro caso y otros semejantes, como el de Cataluña por ejemplo, los estados ejercen con eficacia esa función, pero a favor de su propia identidad y en contra de la nuestra. En cualquier caso es necesario efectuarlo por nuestra parte.

No obstante, lo anterior tampoco es suficiente. La labor de reconstrucción identitaria es un punto de partida que permitirá a la sociedad la toma de conciencia de su realidad, tergiversada cuando no totalmente negada. Esa toma de conciencia debería conducir al desacomplejamiento (¡sí, podemos!) y al alza de la autoestima. A partir de ahí entra en juego una acción política capaz de canalizar la fuerza social necesaria para conseguir el objetivo que pueda garantizarle una existencia sin sobresaltos, una existencia en la que sus elementos básicos no estén permanentemente puestos en cuestión y a expensas, por ejemplo, de unas elecciones controladas y manipuladas por la metrópoli de turno.

A modo de conclusión podemos afirmar que la clarificación de la identidad propia, en su sentido pleno, es un elemento básico para cualquier pueblo en el mundo actual y, mucho más aún para una sociedad sometida. Además constituye el factor básico para plantear con posibilidades de éxito la lucha por su emancipación. Sin soberanía no hay democracia y una sociedad subordinada no puede ser democrática. Lo peor que puede suceder a una sociedad sometida es que llegue a considerarse “minoría” dentro de la “mayoría” de la dominante.

El camino es, en teoría, sencillo: identidad, autoestima, emancipación y soberanía, resumida en el logro del Estado propio. Este podrá ser, a su vez, el garante eficaz del desarrollo de una identidad sin sobresaltos, en una sociedad democrática. En la práctica, se prevé costoso y erizado de dificultades, con unos adversarios muy fuertes y expertos en dominaciones y expolios, pero nos jugamos nuestro propio ser colectivo y, por lo mismo, el de cada persona en su plenitud. Merece la pena el esfuerzo.

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